Hay una famosa tira de Mafalda en la que esta les pregunta a sus padres si la educación que les están dando a su hermano y a ella la tienen planificada o la van improvisando "así nomás". Los dos padres responden a la vez y les sale una cacofonía que viene a sonar como: "No planificada no improvisando nomás". Al oírse, los dos adultos se enzarzan en una discusión sobre qué es lo que ha dicho cada uno y lo que habría querido o debido decir, que Mafalda, desmoralizada, ya no se queda a presenciar.
Algo parecido nos viene sucediendo en España, desde hace décadas, con el asunto de la electricidad y la energía en general. Aunque hay un instrumento formal, el Plan Energético Nacional (PEN), una y otra vez se dejan de abordar como se debería las cuestiones fundamentales, para andar luego poniendo parches urgentes aquí y allá cuando algo se descompone. El más reciente ejemplo es la reversión del impuesto a la generación, instaurado como ocurrencia coyuntural por el gobierno del PP y retirado ahora por el del PSOE para bajar la ebullición de precios en el mercado mayorista. Una disfunción debida, además del pésimo diseño y la opacidad de ese mercado, a la falta de viento propia del verano y a la presión alcista en los mercados de derechos de emisión y de combustibles fósiles, necesarios para las centrales que han de arrancar para cubrir la alta demanda estival.
Una vez más tenemos al Gobierno apretando tuercas a la desesperada, sin que nadie se plantee afrontar de una vez un rediseño del motor acorde a nuestra realidad y una financiación justa y transparente para ese esfuerzo de reingeniería. Es obvio que un país como el nuestro, con un altísimo potencial en energías renovables —solar, eólica y, cuando llueve, hidroeléctrica—, y que ha de importar casi todos sus combustibles fósiles —salvo el carbón, de elevado impacto ecológico y creciente coste— sólo puede tener como apuesta estratégica desarrollar al máximo el I+D+i y la inversión en esas energías y en su complemento forzoso, la tecnología de almacenamiento —para cuando no hay viento, sol o agua—. En tanto se completa la transición, las otras fuentes primarias —nuclear, carbón, gas— deben mantenerse como instrumento de apoyo en la generación eléctrica, con una retribución suficiente de sus costes pero sin dejar, como viene a ocurrir ahora, que distorsionen el precio de todo el mercado.
Estamos en 2018 y esto, que se veía venir hace veinte años, sigue prácticamente en pañales. La pregunta es a qué obedece el retraso en un viraje que es ineludible, que además crearía miles de puestos de trabajo locales —en lugar de perderlos a cientos, como acaba de pasar con la fábrica de Vestas de León— y nos permitiría avanzar en nuestro autoabastecimiento e independencia energética. Como puede verse, ni siquiera hace falta echar mano de ese efecto invernadero que algunos quieren patraña de apocalípticos: hay, desde la perspectiva del bien común y el largo plazo, argumentos económicos suficientes. Por alguna razón, prevalecen intereses cortoplacistas y particulares. En la base de todo hay una clara falta de impulso político. ¿Pesarán algo esos sillones tan bien pagados en consejos de administración?