Dice la ministra Dolores Delgado que ella prefiere trabajar con hombres antes que con mujeres, y lo dice desde el presunto Gobierno más feminista de la Historia de la democracia: la vida nos da esas bofetadas. Levanté las cejas al leer sus comentarios en la prensa y sentí más desazón que rabia. ¿Será Delgado una de esas escaladoras solitarias que pisotean al resto de hembras para emular el liderazgo masculino y conchabarse con los hombres bajo la sonrisa cómplice de “yo no soy como esas blandas, yo soy uno de los vuestros”? ¿Hay que masculinizarse para prosperar, hay que ser macho para labrarse la autoridad y el respeto en el grupo? ¿Qué tenemos que hacer, dios santo, para que Delgado quiera trabajar con nosotras: aferrarnos al paquete como el que empuña un racimo de uvas gruesas; mojarnos las mangas de la camisa al beber el gintonic del afterwork, no menstruar, no preñarnos, no volvernos jamás menopáusicas?
Hay que ser fálica para ser válida: Delgado así lo sostiene. No entiende la señora ministra que las capacidades de un trabajador nada tienen que ver con su género ni con el sexo que le lata entre las piernas. Hay buenas compañeras y malos compañeros, y viceversa. Se ha dejado llevar, Delgado, por esa lacra tan antigua -y tan alimentada por el machismo imperante- que reza que las mujeres sólo funcionamos a codazos y andamos constantemente compitiendo entre nosotras: por ser más bellas, por ser más listas, por ser más fuertes, por agradarle más al caballero de turno. Pero ni por esas, querida ministra, ni por esas los hombres nos han visto nunca como rivales porque sólo juegan entre ellos a ser el mejor. La mejor es categoría aparte, no pertenece al denominador universal. Es un premio de consolación. Usted nunca ha sido competencia para ellos, eso téngalo claro: por mucho que se haya arrimado a su núcleo, por mucho que haya colocado el listón donde ellos pisan, por mucho que sea brillantísima en su oficio.
Lo dice Siri Hudsvet: “A un hombre le resulta castrador darle autoridad a una mujer”, y recuerda la intelectual que el varón busca su propia valía en la mirada de otros varones. Nosotras no contamos, señora Delgado. Estamos fuera. ¿Vamos a seguir perpetuando esa infamia? ¿No sabemos ya, en 2018, que el camino no era pelearnos entre nosotras para ser sus favoritas; sino hacer piña para recordarles que podemos ser iguales o mejores que ellos; que nosotras también estamos aquí, que también valemos, que podemos eclipsarles, que no se confíen tanto y abandonen esa mirada de tierna condescendencia?
Tal vez juntas, como decían en la película Sufragistas, podamos “hablar el lenguaje de la guerra, porque es el lenguaje que entienden los hombres”. Tal vez podamos acabar con ese estigma. Pero es por personas como usted, señora Delgado, que la gran mayoría de trabajadoras aún somos segundonas. Porque usted ha llegado lejos y desde ahí escupe al resto de mujeres que pelean su lugar. Porque usted ha triunfado en un oficio que implica meritocracia -al depender de unas oposiciones, es decir, de un criterio justo-, pero eso no sucede en todos los trabajos. Acuérdese de recuperar la panorámica, ministra: usted tiene que velar por todos y por todas. El país no está cercado por su ombligo ni por su caso personal.
El otro día vi Volver, de Pedro Almodóvar, y celebré el matriarcado que desliza el filme. “Entre nosotras nos apañamos”, guiñaba una estupenda Carmen Maura. Ahí vi a un clan potentísimo de hermosas mujeres de pueblo que se defendían de la vida blandiendo sus lazos maternales y fraternales. Niñas valientes que se abrazaban y se cuidaban, que se guardaban los secretos y empujaban con aplomo una nevera habitada por un muerto. Preservaban entre sí ese respeto viejo, esa complicidad discreta de “los trapos sucios se lavan en casa”. Y la casa eran ellas, señora Delgado, una trinchera femenina donde estar siempre a salvo. Un beso de hermana cuando la vida se pone perra.
Yo siento algo parecido por mis amigas, que son mi cuartel; y por mis compañeras de oficio, a las que admiro con el tuétano y que -esto le sorprenderá- nunca ponen zancadillas a sus congéneres, al revés: las aúpan. Le recomiendo, señora ministra, conocer a Ainhoa Iriberri, que dirige con tanto talento la sección de Ciencia de este medio. Y a Carmen Serna -eres única-, que coloca en portada las noticias casi antes de que sucedan. Y a Ana Delgado, que dirige las redes sociales de El Español y me insufla inteligencia y generosidad todos los días. Y a la reportera Marta Espartero, que no ha cumplido 25 y está colándose en zulos de ETA.
Y a Cristina Rodrigo, que tiene tanta gracia y poderío que consigue que me guste la prensa rosa. Y a la agudísima Anai Gracia -el torrente que cubre PP-, y a las bravas mujeres de vídeo, Silvia P. Cabeza, Carmen Suárez y Clara Rodríguez -que me dio la idea para escribir esta columna-: con la cámara escrutan el mundo y cuentan siempre más de lo que yo sé expresar con palabras. Son tantas que es imposible hacerle honores a todas. Con esas y más mujeres trabajo, y las necesito cerca dentro y fuera de la redacción: en otra ocasión le haré un listado de mis compañeros -y sin embargo, amigos- predilectos, que son igual de notables y necesarios para exprimir la mejor versión del grupo, para persistir en el crecimiento. Esto iba de engranaje, estimada, esto iba de personas, que es precisamente a lo que aspira ese feminismo que su partido pregona. Revísese la igualdad, Dolores, si es que quiere hacer Justicia: si queda sólo en programa político, queda siempre en papel mojado.