Nos hemos tirado semanas hablando de una palabra en una canción de Mecano, ignorando el fondo de la cuestión: que alguien reclamaba el derecho a quitar de una obra artística aquello que, con razón o sin ella, no le gustaba. Y me pregunto adonde puede llevarnos eso. Quizá a reclamar la eliminación de la bofetada de Glenn Ford a Rita Hayworth en la secuencia de Gilda. O la paliza al perro de La familia de Pascual Duarte. O el episodio de pederastia de El amor en los tiempos del cólera, cuando el protagonista, Florentino Ariza, seduce a América Vicuña, que tiene 13 años frente a los setenta largos del galán. O toda la novela La casa de las bellas durmientes, donde ricos y pervertidos ancianos de Kyoto pagan fortunas por dormir al lado de hermosas muchachas narcotizadas…
Se empieza exigiendo el cambio de una palabra en una canción y se acaba sugiriendo la quema de Lolita. El problema es que es más fácil dar la razón a los que proponen la censura que al que se opone a ella: escandalizarse con lo que sea es más vistoso que apaciguar, que serenarse.
Linchar en redes, mucho más divertido que intentar entender lo que dice el otro. Estamos aprendiendo a vivir con cierto miedo preventivo. Hay un nuevo matonismo instalado en las redes sociales presto al linchamiento del disidente. Y no tiene piedad.
Lo sé porque lo probé en mis carnes, y es terrible. El viernes se celebraba el día contra el cáncer de mama, y descubrí, atribulada, que no era capaz de colocar un lazo rosa en mi foto de perfil de Twitter. Empecé a contar los segundos que faltaban para que uno de los odiadores profesionales que vigilan mis movimientos me echase en cara la insolidaridad con todas las enfermas por no haber colocado el dichoso lazo.
Estaba haciendo intentos desesperados por tunear mi foto cuando pensé en que mi madre murió de cáncer de mama, y que eso debería darme carta de naturaleza para no obsesionarme por símbolos bonitos, pero menores. En este punto, por desgracia, no tengo gran cosa de la que dar prueba: mi lazo rosa es la orfandad, y la llevo encima cada día.
La ausencia de mi madre, desdichadamente, vale por todas las fotos de perfil teñidas. Y, a pesar de todo, me agobió que alguien pudiese pedirme cuentas de mi supuesto pasotismo. Estamos instalados en la época de la apariencia, en la que no importa lo que pienses o lo que seas, sino lo que pueda parecer que eres o lo que otros pueden creer que piensas. Vivimos en la edad del postureo. Y es agotador.