Cuando Sánchez despertó el 18 de octubre, el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados con el que la Administración grava las hipotecas todavía estaba allí. Estaba allí desde que lo implantó por ley un gobierno socialista en 1993. Y estaba allí, atornillado por un reglamento aprobado dos años más tarde por ese mismo gobierno. Las pocas veces que los políticos habían vuelto sobre él en los últimos veinticinco años fue para subirlo, sin reparar, qué lástima, en que quien lo pagaba era el mismo sufrido ciudadano al que hoy con tanta congoja acompañan en el sentimiento.
Vaya por delante que el papelón del Tribunal Supremo en todo este enredo es morrocotudo. Cómo lo habrá hecho de mal para que su decisión de aplicar la misma doctrina que ha mantenido en el último cuarto de siglo sea considerada un escándalo nacional. Y aunque su presidente, Carlos Lesmes, ha pedido disculpas por el "daño reputacional" ocasionado a la institución, quien bien podría reclamar daños y perjuicios es la banca, cuya secular imagen de usura, explotación y maléfico poder en la sombra se ha visto corregida y aumentada de gratis.
Los bancos, convertidos en el pimpampum; en leña barata con la que seguir alimentando el fuego de la gran hoguera del populismo pese a que en este caso -al menos en este caso- se han limitado a cumplir aquello a lo que les obligaba la ley: recaudar para la Administración. Ella, única beneficiaria del cobro, desenvaina hipócritamente la espada en nombre del pueblo y de la justicia social.
"La banca y no los españoles", "los bancos y no los ciudadanos de a pie" -se ufana el presidente del Gobierno cual Robin Hood redivivo- pagarán a partir de ahora el impuesto hipotecario. ¿Cómo no va el separatismo rampante a proclamar que España no es un Estado de derecho? ¿Cómo no va a plantarse Pablo Iglesias ante las puertas del Supremo con antorchas? Lo extraño es que no instale en la misma plaza de la Villa de París -hasta el nombre viene al pelo- la guillotina.