Hace unas semanas, el columnista irlandés Fintan O’Toole llamaba la atención sobre un tema que ha tenido mucho éxito en la cultura británica: las novelas y series de televisión sobre un mundo alternativo en el que la Alemania nazi habría logrado conquistar Reino Unido. Dado que las ficciones distópicas suelen expresar traumas colectivos y miedos heredados, O’Toole sugería que una parte de la cultura inglesa jamás se ha sobrepuesto al trauma de aquella guerra y de la invasión que estuvo a punto de producirse.
Según O’Toole, ese trauma explicaría que algunos sectores de la sociedad británica hayan visto cualquier proyecto de construcción europea -sobre todo si incluye a Alemania- como una nueva amenaza de dominación extranjera. Y también explicaría que, desde los años 60, esa pulsión paranoica se haya fijado especialmente en la Unión Europea. Cada nuevo avance en su construcción resucitaba la dialéctica de la invasión y la resistencia. En 1990, un ministro del último gobierno de Thatcher declaró que la UE era “una triquiñuela diseñada por los alemanes para sojuzgar a toda Europa… viene a ser como si hubiéramos cedido nuestra soberanía a Adolf Hitler”. Y durante la campaña del referéndum para salir de la UE, el ex alcalde de Londres Boris Johnson argumentaba que: “Napoleón, Hitler… ya se ha intentado unificar Europa, y siempre acaba en tragedia. La Unión Europea es otra forma de lograr lo mismo, solo que con métodos distintos”. El brexit ha sido, en gran medida, el triunfo de esa paranoia heredada.
Todo esto nos recuerda que una nación no es solo una serie de símbolos. La nación es también un haz de historias que recibimos en nuestra infancia y que nos animan a ver determinados acontecimientos a través de un filtro concreto, a entenderlos como si fuesen parte de grandes continuidades históricas. Nadie se libra de esto: del mismo modo que parte de la cultura británica asocia Europa con invasión, una parte de nuestra cultura asocia Gibraltar con humillación. Ya durante la Primera Guerra Mundial Eugenio D’Ors explicaba que “Gibraltar resucita en las conciencias ibéricas un dolor”, y el krausista Gumersindo de Azcárate decía que “como anglófilo […] quisiera que pudiéramos sacarnos la espina de Gibraltar que inevitablemente se nos clava en el pecho cada vez que tendemos los brazos para estrechar a la nación amiga”. También el dramaturgo republicano Joaquín Dicenta escribió que “la devolución a España de Gibraltar me parece bien como satisfacción del amor propio nacional”.
Hoy en día pocos se reconocerían tan crudamente irredentistas; pero uno se plantea si la performance de la semana pasada de Pedro Sánchez a propósito del Peñón no fue un intento de satisfacer este aspecto latente de nuestra conciencia colectiva. Una vez más asomó la vieja dicotomía: humillación frente a dignidad nacional. Y no es que la situación de Gibraltar no sea fuente de problemas reales, del mismo modo que hay aspectos cuestionables del funcionamiento de la Unión Europea. Lo que sucede es que, como nos ha mostrado el brexit, los fantasmas de la historia nacional pueden condicionar nuestra manera de afrontar esos problemas, a la vez que ofrecen filones políticos a los oportunistas. Es una de las lecciones de nuestro tiempo: la nación permanece, y lo sigue condicionando todo.