“No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”. Para quienes observamos desde fuera, la célebre frase con la que Camus arranca su ensayo El mito de Sísifo parece resumir el caos actual que está viviendo Reino Unido a causa de su salida de la Unión Europea. Porque se diría que, dos años después de haber acordado consigo mismo el lanzarse al vacío, ese país sigue sin decidir si cogerá carrerilla para el salto, si intentará descender agarrándose a las piedras -y, de hacerlo, a cuáles-, o si finalmente va a dar media vuelta y volver por donde vino. Cuanto más en serio se toma el problema, más lejos parece de encontrarle solución.
Esto indica un cambio en las lecciones que el brexit contiene para otros países. Hasta ahora, la experiencia británica nos mostraba cómo se pueden utilizar las herramientas populistas y las particularidades de la identidad nacional para forzar una gigantesca ruptura del statu quo. Dos años después, el brexit se ha convertido en una lección acerca de lo difícil que es crear nuevos consensos en sociedades avanzadas, sobre todo en los temas que encienden las pasiones de la ciudadanía. Es decir, hemos pasado de una lección sobre cómo se rompe una baraja a una lección sobre lo difícil que es recomponerla.
Y lo curioso es que, si hay un país que podía conseguirlo, ese era Reino Unido. Toda una serie de condiciones daban pie a ello. La sucesión de David Cameron se produjo de forma veloz y ordenada, poniendo al mando del brexit a alguien que no estaba manchado por la derrota del referéndum. Además, Reino Unido tiene unos mecanismos de formación de élites realmente envidiables: los políticos y funcionarios que han llevado tanto la negociación con la Unión Europea como la gestión de la opinión pública son de gran nivel. Y han tenido mucho tiempo -dos años enteros- para preparar el terreno político y mediático al acuerdo que May, finalmente, no se ha atrevido a someter a voto esta semana. También hay dos aspectos de la cultura política británica que deberían haber facilitado un nuevo consenso: un pragmatismo estoico (el keep calm and carry on no es solo un eslogan para parafernalia turística) y una tendencia a la ecuanimidad.
Y sin embargo. Dos años después, Reino Unido continúa dándose cabezazos contra el hecho de que ninguna de las opciones disponibles concita el suficiente apoyo. Lo que es más, también hay condiciones que permiten ahondar en el bloqueo. A río revuelto, ganancia de pescadores; y la incertidumbre actual hace que figuras clave (como Boris Johnson y Jeremy Corbyn) crean que su camino al poder pasa por torpedear la creación de un nuevo consenso. Además, la fragmentación opinativa propia de nuestro tiempo permite que cada bando se reafirme en sus creencias. Hay un rincón del Twitter británico donde el caos actual es culpa de los vendepatrias que no se atreven a mandar a los europeos a tomar viento; del mismo modo que hay otro rincón donde todo es culpa de los extremistas de ambos lados, y otro más donde todo es culpa de los cínicos que mintieron al pueblo y ahora no se quieren responsabilizar del lío que han montado. Y cada uno de esos rincones lleva dos años cavando sus trincheras. Suerte a quien trate de unirlos.
Resulta muy difícil pronosticar qué sucederá en las próximas semanas, pero se diría que las lecciones para aprendices de brujo son evidentes. Incluso con muchas ventajas de inicio, resulta extremadamente difícil encauzar las fuerzas que desata un proceso de esta envergadura hacia un nuevo consenso. La frustración de Theresa May, Sísifo moderno que ve cómo la piedra se le vuelve a escurrir de las manos y rueda cuesta abajo, casi parece una coda a la conmemoración de los cuarenta años de la Constitución española.