Ya hemos visto a dónde conducen los excesos dogmáticos. El del independentismo catalán, sobreactuando los agravios y la interpretación de la Historia para reclamar la perentoria liberación de una Cataluña supuestamente oprimida por un país supuestamente extranjero, ha desembocado en unas instituciones paralizadas, un reconocimiento internacional nulo y el despertar, ruidoso e inquietante, del más recio dogmatismo hispano, que con el primer rugido en tierras andaluzas ya les ha hecho ver a los secesionistas qué poco y mal fruto tiene exacerbar las creencias e instalarse en el maximalismo y la exageración.
Decía días atrás en una carta abierta Oriol Junqueras que su sueño era el de una Cataluña libre en el seno de una Europa federal. Lo de la Europa federal va para largo y nos excede, pero que Cataluña, antes del procés, era tan libre como nunca lo fue, y en nada se veía coartada para serlo y expresarse como tal por el gobierno central, es algo que le consta a cualquiera que haya vivido en ella. Tan discreta era allende el Ebro la presencia del Estado español que casi habría podido reputársela inexistente. No es eso lo que proponen, precisamente, las siglas emergentes como reacción a la intentona independentista. Si alcanzaran algún día una posición hegemónica, o simplemente pudieran influir en la gobernación del conjunto del Estado, el deterioro para el autogobierno catalán sería poco menos que inexorable.
Sin embargo, el exceso dogmático no se contrarresta de manera eficaz con excesos dogmáticos de signo opuesto. Lo que estos hacen es, al final, retroalimentar a sus contrarios, que a su vez agudizan los maximalismos a los que reaccionan, entrando en una espiral infernal que alguien tiene que asumir en algún momento la responsabilidad de deshacer recurriendo al único antídoto conocido: el ejercicio de la racionalidad crítica.
A esa racionalidad, por mucho que les cueste, invitan las circunstancias a quienes el año pasado apostaron todo a la carta perdedora de una vía unilateral. A esa racionalidad, también, se ven convocados quienes administran el Estado, aunque resulte mucho más fácil abandonarse a la irritación que producen unos interlocutores que no sólo demostraron no ser de fiar sino que en estos momentos mantienen una postura ambigua que sirve de acicate a los más furibundos entre sus correligionarios.
Será difícil el ejercicio racional, mientras los dogmáticos de uno y otro signo alborotan en las calles, crecen en las urnas y hasta condicionan los discursos de otros en los parlamentos. De ser capaces de realizarlo, pese a todo, depende que el edificio común se sostenga, en condiciones asumibles, frente a los que apuestan por derruirlo y los que quieren convertirlo en cárcel para quienes no piensan como ellos. Ni romper la comunidad que compartimos, ni forzarla a todo trance, merecerá al final la pena, por más que lo crean los adictos al sueño dogmático.