Será difícil encontrar en la reciente literatura política una pieza tan humillante para su autor como las "consideraciones" que Pablo Iglesias ha dirigido a la militancia con ocasión de la crisis de Podemos. Hoy toca recoger a pedacitos al político que, nada más pasarse Errejón a las filas de Carmena, ordenó zafarrancho de combate en las autonómicas madrileñas. "Con todo el respeto, Íñigo no es Manuela", dijo mientras calaba la bayoneta.
La reacción de los barones regionales, que no están dispuestos a poner en riesgo las elecciones de mayo, ha obligado a Iglesias a comerse sus palabras. Ahora ya sabemos que en Podemos, "hacer las cosas en secreto, por sorpresa y sin contar" con los inscritos, es algo que hay que asumir "con naturalidad y madurez".
La prueba de que Iglesias ha escrito el mensaje con las tripas y del tirón, es el léxico que emplea. Habla de "todos" y "nosotros", de "compañeros" y "secretarios". ¿Dónde fueron a parar el "todos y todas", "nosotros y nosotras", "compañeros y compañeras", "secretarios y secretarias" con lo cerca que queda ya el 8-M?
Su bajada de pantalones -o de faldas-, que quizás en cualquier otro líder sólo hubiera sido un acto ridículo, resulta patética en quien se reivindica como macho alfa, presume de llamar a las cosas por su nombre, da y quita patentes de dignidad, y convoca al planeta a una alerta antifascista a poco que el barco escora al extremo estribor.
Pero hay cosas peores que tener que tragarse el orgullo en público. En el caso de Iglesias, sacrificar los principios en el altar de "lo más útil..."; o sea, transigir con que Podemos alumbre una "izquierda amable" al gusto de "algunos sectores del poder", a condición de seguir él en la poltrona. Incluso las hay mucho peores, como pretender salir airoso de tanto descrédito con la supuesta audacia de escribir: "Carmena no es lo que fue" o "Íñigo, a pesar de todo, no es un traidor", igual que en los azulejos del baño del instituto.