Pocos días antes de que diera comienzo el juicio a los líderes del procés me reuní en la redacción de EL ESPAÑOL con el director, Pedro J. Ramírez, con la directora adjunta, María Peral, y con el jefe de Política, Vicente Ferrer. "Encárgate de las crónicas" me dijo Pedro J. Y añadió: "Échale un ojo a las de José Luis Martín Prieto del juicio del 23-F. Por ahí han de ir los tiros". "Por supuesto" dije yo mientras entraba en pánico silencioso. ¿De dónde coño saco yo las crónicas de Martín Prieto sin tirarme semanas buceando en los archivos de El País?
Las librerías de viejo acudieron en mi ayuda. En sólo 24 horas conseguí un ejemplar, por cierto en un estado no sólo bueno sino milagroso, del libro Técnica de un golpe de Estado, que recopila todas las crónicas de Martín Prieto sobre el juicio a Tejero y compañía. Lo primero que llama la atención del libro es lo mucho que ha cambiado el estilo periodístico literario de la época, que por aquel entonces encarnaban Manuel Vázquez Montalbán, Francisco Umbral o el mismo Prieto, al menos en estas crónicas. Hoy lo defienden gentes como Manuel Jabois, Jorge Bustos o, en EL ESPAÑOL, Jesús Nieto Jurado.
Lo segundo que llama la atención es el peso que transmiten las crónicas de Martín Prieto. Un golpe de Estado no es un delito común y aunque el periodista de El País resuelve el papel con cintura, resulta difícil no leer entre líneas el respeto con el que se aproxima a unas brasas que, por más que estén siendo juzgadas en un tribunal en ese preciso instante, no han dejado de emitir calor en los escasos meses transcurridos desde el golpe. Si los diputados del Congreso cayeron al suelo como si la fuerza de gravedad se hubiera multiplicado por veinte cuando entró Tejero en el hemiciclo, lo de Martín Prieto debió de ser homérico.
Los doce procesados que están siendo juzgados hoy en el Tribunal Supremo transmiten un tipo de respeto diferente. Si el estilo literario del periodismo se ha actualizado a los gustos del siglo XXI, también lo han hecho las técnicas para los golpes de Estado, que ahora se ejecutan con un exquisito respeto a la legalidad nacional e internacional. O al menos eso intentan vender las defensas de Oriol Junqueras y el resto de los Doce de Cataluña. Con la admirable salvedad de Joaquim Forn, cuyo abogado ha optado por hacer de abogado y no de publicista de la causa mesiánica de sus clientes.
En realidad, desde 1981 sólo han cambiado las armas. Las de los golpistas del 23-F eran de fuego, y las de los del 28-O, políticas. ¿Qué falta le hacen las primeras a quienes ostentan todo el poder político, mediático y financiero en la región que se pretende segregar? ¿Qué falta les hacen las pistolas y los fusiles a quienes lograron expulsar a Mariano Rajoy de la presidencia del Gobierno y sentar a Pedro Sánchez en su lugar? ¿A quienes le hicieron caer este mismo miércoles y a quienes le podrán hacer presidente de nuevo si así conviene a sus intereses?
Y todo eso, desde las celdas de su prisión. Si, encarcelados y todo, Junqueras, los Jordis, Rull, Turull y etcétera han gozado y siguen gozando de ese poder absoluto sobre el Gobierno, imaginen qué no habrá ocurrido en esa Cataluña a la que durante cuarenta años no ha llegado el brazo del Estado más que por causas de fuerza mayor y sin excesivo entusiasmo. Buena suerte al encargado de buscar las pruebas por escrito de un golpe ejecutado por miles de funcionarios regionales que han sabido en todo momento qué hacer sin que nadie les pusiera las instrucciones por escrito.