En una enorme sala circular en el museo de la Paz de Hiroshima hay una fotografía, también circular, adosada a la pared, que muestra en 360 grados la inmensa y aterradora devastación que produjo la primera bomba atómica que cayó sobre una lugar habitado. La imagen de esta ciudad japonesa el 6 de agosto de 1945, poco después de las 8:15, no podría ser más terrorífica: en un segundo desapareció la mitad de ella y, a la vez, cerca de 200.000 ciudadanos.
Casi tan impactante como la imagen, tomada instantes después de que el Enola Gay dejara caer la bomba sobre un hospital, es la nota explicativa que aparece en esa sala, escrita en japonés y en inglés, que dice algo así como: no olvidemos nunca que una política exterior equivocada de nuestro Gobierno condujo a la devastación de nuestro país.
Resulta del todo inhabitual que una nación reconozca sus errores y pida perdón por ellos a sus antiguos enemigos. Japón lo ha hecho en numerosas ocasiones, aunque no por todas las atrocidades que ha cometido; Alemania, igualmente, ha trasladado su pesar por la siniestra actitud que tuvo durante buena parte del siglo pasado. Macron, el presidente francés, recientemente pidió perdón a la viuda del matemático Audin, que fue torturado y asesinado por los militares franceses en Argelia.
Ha habido casos, sí, pero no muchos. Por otro lado, ni la solicitud de perdón repara el pasado ni tampoco lo transforma. Además, los países que han pedido disculpas han obviado muchas otras acciones tan perversas como esas que se atreven a mencionar en público.
Todas las superpotencias mundiales, cuando lo han sido o han intentado serlo, ha cometido un buen número de infaustas barbaridades. Posiblemente, en gran medida porque lo consideraban imprescindible para mantenerse en la situación de privilegio que disfrutaban. En otros casos, por razones internas, o por egolatría y soberbia.
En el extraordinario documental de Ken Burns y Lynn Novick The Vietnam War se demuestra que sucesivos presidentes de Estados Unidos continuaban enviando a sus jóvenes a esa larguísima y penosa guerra asiática aunque sabían, años antes de que terminara, que nunca la ganarían. Simplemente, no querían ser ellos los primeros presidentes del país que perdían un conflicto bélico, así que seguían enviando, fundamentalmente a morir, a miles de idealistas y voluntarios; también, a muchos otros que no hallaron la manera de evitarlo.
El perdón tiene un efecto redentor asombroso. No cambia el pasado, pero sí puede generar un clima que permita modificar el futuro. López Obrador, el presidente mexicano, pretende que España pida perdón a México por los crímenes de la conquista. Seguro que el comportamiento de los conquistadores españoles no fue siempre ejemplar. Quizá tampoco lo fue a menudo. Pero resulta discutible que la responsabilidad de semejantes comportamientos pueda continuar vigente 500 años después.
Quizá lo estén más otras lamentables tragedias mexicanas, como la masacre de Tlatelolco, cuando policías y militares asesinaron en la Plaza de las Tres Culturas, en 1968, a entre 300 y 400 civiles. O, más recientemente, la de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala. Por estos y otros muchos motivos, no extraña que el Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosas, afirme que López Obrador se debía haber enviado a sí mismo la carta que dirigió al Rey.
No se conquista un continente pacíficamente, por supuesto, pero no olvidemos que como señala el director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, no hay civilización que tenga las manos limpias.
El cataclismo que destruyó Hiroshima lo perpetró un avión norteamericano, pero los propios japoneses, en ese texto que acompaña a la icónica foto de la destrucción, reconocen su responsabilidad sobre el origen del conflicto y su atroz final.
No es cuestión de un comportamiento miserable de unos u otros en unas determinadas épocas, sino de lo inherente que resultan semejantes actitudes al ejercicio y el mantenimiento de la hegemonía y el poder. Y, también, de la inutilidad de pretender cambiar la Historia, o de alterar interesadamente su interpretación.