El 9 de noviembre de 2014 voté en la "consulta popular no referendaria sobre el futuro político de Cataluña" luego convertida en "proceso participativo sobre el futuro político de Cataluña" en virtud de la suspensión cautelar de la primera.
Lo hice con la misma seriedad con la que se había convocado: voté online unas cinco veces, en distintos municipios, el último de ellos no recuerdo si Dosrius o Santa Perpetua de la Moguda, en cualquier caso, bajo el nombre de Esther Williams. Conservo en algún lugar uno de los documentos con los que la web habilitada al efecto por la Generalidad de Cataluña, acreditaba y agradecía mi participación en aquella rigurosa expresión de la voluntad de un pueblo.
Un año antes, sobre mi mesa y sobre la de todos y cada uno de los senadores de la X Legislatura, había aparecido una carpeta libro o libro carpeta -amarillo- en el que con gran profusión de datos se explicaba la realidad de una Cataluña distinta a España y la necesidad de una consulta que pusiese ese tema negro sobre blanco. Además de a los parlamentarios españoles, ese material debía llegar a una larga lista de personajes relevantes de la esfera nacional e internacional de todos los ámbitos.
No era lo primero que recibían ni sería lo último. Desde las embajadas primero y gracias a todo un entramado de diplomacia paralela en todas las instituciones internacionales que contaban algo y a un trabajo concienzudo en los distintos medios de comunicación también internacionales, el terreno iba siendo abonado para que cuando lo que fuera que aconteciese durante el proceso llegase a la opinión pública, prevaleciese el relato independentista por mucho que estuviese plagado de mentiras, y por más que algunas de ellas, gracias a labor de algunos periodistas extranjeros, fueran claramente puestas en evidencia.
Hoy son 41 senadores franceses (sí, del país probablemente más centralista de toda Europa) los que firman un manifiesto "contra la represión" de los políticos independentistas en Cataluña. En octubre del 17 fueron multitud los medios de comunicación extranjeros que no dudaron en retransmitir las imágenes falsas de la violencia de la Policía española contra los catalanes inermes que sólo querían votar, o los que se hicieron eco de esa multitud de heridos fantasma que arrojó la jornada.
Ni cuando el nacionalismo se iba adueñando de todo el espacio público y paralelamente el Estado desaparecía de Cataluña, ni cuando Mas y el resto de convergentes mutaron en independentistas e iniciaron el camino a ninguna parte en el 2012 (consulta popular, ley de consultas, proceso participativo, etc.) y no digamos cuando se hizo evidente que a lo que se iba era a la república catalana (o al mambo, tanto da), no hubo desde las instituciones del Estado, ni un tímido intento de contrarrestar la propaganda nacionalista fuera de nuestras fronteras.
Ni desde las embajadas, consulados, Instituto Cervantes o cualquiera de los organismos que, por cierto, tenían y tienen su réplica en la estructura exterior del gobierno catalán, el Gobierno mandó hacer nada para desmontar el relato que se iba extendiendo por casi todo el mundo.
Con la misma displicencia con la que se negaba que pudiese ocurrir lo que finalmente sucedió el 1 de octubre, se dejó que se impusiese la versión separatista sin molestarse en negarla más allá de, en el último momento, emplearse a fondo en las instituciones europeas.
No basta con tener la verdad, hay que saber venderla. Negarse a hacerlo por desidia, por ignorancia o por el prurito de "no ser como ellos", ya se ha visto a donde nos ha llevado.
Porque la propaganda se combate con propaganda, y el relato se refuta con un relato alternativo. Faltó hacerlo en Cataluña y ha faltado hacerlo en el exterior. Bastaría con que las imágenes reales de los hechos del 1 de octubre, de las humillaciones a las que se sometió a la Guardia Civil y a la Policía Nacional, se hubiesen hecho públicas y se hubiesen paseado por todas cancillerías y medios de comunicación extranjeros. Que lo que hoy sabemos por los testimonios que estamos escuchando en el juicio al proceso, se hubiese dado a conocer en su momento o que hoy se haga llegar a todos los creadores de opinión dispuestos a contar la verdad.
A veces me pregunto cómo es posible que los símbolos comunistas, los de regímenes asesinos como el soviético, el chino, el de los jemeres rojos o el cubano, sean lucidos con orgullo hoy en día. O que personajes tan siniestros como Lenin, Mao o el Ché Guevara, formen parte de la iconografía popular sin que nadie lo discuta. La respuesta está, como siempre, en el relato y en su propaganda.
Quinientos años después -como evidencian sujetos como López Obrador- seguimos arrastrando la Leyenda Negra contra toda lógica histórica.
Si continuamos así, si el Gobierno no ofrece la verdad para acallar la mentira, la historia del 1 de octubre la escribirá TV3 y seguro, seguro que será un capítulo más de esa Leyenda Negra que nunca nos molestamos en desmentir.