Miren. Yo entiendo la dificultad de la labor encomendada por Pedro Sánchez a Josep Borrell. Quiero decir, la de fingir firmeza frente al separatismo catalán cuando la supervivencia política del PSOE depende, precisamente, de los votos del separatismo catalán. La de ejercer de escupidera, en el sentido más literal posible, de los diputados de ERC. La de ejercer de prueba de fe de la lealtad constitucional del PSOE mientras el PSC lanza periódicos globos sonda a los votantes socialistas para ver cuán profundas son sus tragaderas:
"¿Y qué os parece si indultamos a los golpistas? ¿Y si miramos para otro lado cuando la Generalidad les conceda el tercer grado a las pocas semanas de entrar en prisión? ¿Y si reformamos la Constitución a su gusto? ¿Y si les damos la independencia con un 65% de los votos? ¿Y si os damos quince años para que maduréis y aceptéis sin rechistar que la extrema derecha catalana robe impunemente el 18% del PIB y el 6% del territorio español?".
Y como entiendo la complejidad de la labor de Josep Borrell, y las tensiones a las que se debe de ver sometido a diario, casi entiendo su reacción frente a Tim Sebastian, el ignorante con ínfulas y credenciales de periodista que se plantó frente a él para hacerle unas preguntas sobre el procés y la democracia española que harían sonrojar de vergüenza a un estudiante de primer curso de periodismo.
Y digo "casi" porque un ministro de Exteriores español debería de ser otra cosa. Si toda la inteligencia que se le atribuye a Borrell, y de la cual no dudo, no es suficiente para torearse, vacilar, reírse, avergonzar y humillar a un teutón iletrado de 67 años que le pregunta por delirantes aislamientos penitenciarios de quince horas, que no sabe lo que es la prisión preventiva, que desconoce los conceptos más básicos del derecho constitucional, que se saca de la manga una interpretación burda hasta lo mostrenco de un dato aleatorio del CIS, que le habla a un ministro español con la prepotencia de un vigilante de parking con gorra de plato… si toda esa inteligencia, en fin, no basta para merendarse a un Tim Sebastian cualquiera, entonces cojamos la puerta de esta Nación y que el último apague la luz.
Tres reflexiones al hilo de esto:
1. El nivel de los altos funcionarios del Estado es, en reglas generales, infinitamente superior al de la clase política a la que obedecen. Suerte de jueces, fiscales, policías y guardias civiles. Sin ellos, este país sería un patatal invivible.
2. El periodismo español es, en reglas generales, de una calidad muy superior a la que habitualmente se le atribuye. Incluso entre el propio gremio periodístico, aquejado de esa fascinación provinciana por lo extranjero que se cura viajando, pero sobre todo suscribiéndose al The Economist, el The New York Times o el The New Yorker y leyendo las soberanas sandeces que escriben sobre este país. Tim Sebastian no es una excepción: es la norma.
3. El socialismo jamás ha creído en España, que es lo mismo que decir que jamás se ha creído España. Y de ahí no solamente su disposición a regalársela a trozos al primer carlista con boina y crucifijo capaz de reunir a cien mil apesebrados en las calles, sino también esa vergonzosa falta de sangre, de ambición, de orgullo y de serenidad que demuestran cada vez que se les planta un gañán sonrosado delante y les suelta la idiotez de turno. Idiotez que ellos mismos han contribuido a propagar, con generosidad digna de mejor causa, permitiendo que administraciones sediciosas como la de la Generalidad catalana gasten decenas, cientos, miles de millones de euros en difamar al Estado español y a sus ciudadanos.
4. El culpable último de todo esto es, no les queda duda alguna, el votante socialista. Ese que hace responsable al votante de Vox de las consecuencias de su voto, pero se espulga las del suyo con admirable despreocupación. Antes rota que azul, es su lema, y de ahí el lazo amarillo con el que le entregarán su voto a Otegi, a Torra, a Puigdemont y a Junqueras el próximo 28 de abril. Obviamente, tendrán la España que desean. Yo de ellos, eso sí, iría invirtiendo en oro.