¿Por qué disfrutamos de las películas de terror si sufrimos como perros con ellas? Por tres razones básicas, que son en realidad la misma. La primera es que nuestro cerebro está programado para aprender a defendernos de las amenazas. Durante una película de terror, nuestro cerebro percibe un peligro (un tipo que nos persigue con una motosierra, un virus letal que se transmite por el aire, una posesión demoniaca) y estudia las posibles maneras de escapar de él.
La segunda razón es que nuestro cerebro nos recompensa con descargas de placer por hacer lo anterior: "Puede que ahora lo estés pasando mal, pero te voy a premiar con un chute de dopamina porque estás aprendiendo una valiosa lección que te será muy útil la próxima vez que la Tierra sea arrasada por los zombis".
A nuestro cerebro, en este sentido, le es indiferente que el peligro sea real o virtual. Su objetivo es incrementar nuestras posibilidades de supervivencia y para ello es irrelevante cuál sea el grado de verosimilitud de la amenaza siempre y cuando esta sea mínimamente plausible. Nosotros creemos que sabemos que una invasión zombi es imposible, pero en realidad nuestro cerebro no está tan seguro de ello. ¿Acaso no está viéndola ahora mismo frente a sus ojos?
La tercera razón es que todo lo anterior se produce en un entorno protegido: el del cine o el de nuestro salón de estar. Dicho de otra manera. Una película de terror nos permite experimentar la sensación de la amenaza sin miedo a las posibles consecuencias dañinas. Como decía Oscar Wilde, un sentimental es aquel que quiere experimentar el lujo de una emoción sin tener que pagar el precio por ella. Un aficionado a las películas de terror es un sentimental del riesgo.
Vox es la película de terror de los socialistas españoles. Santiago Abascal, Iván Espinosa de los Monteros, Javier Ortega Smith y Rocío Monasterio les permiten experimentar a nuestros socialdemócratas de sofá y suscripción a la revista de Médicos sin Fronteras los peligros de lo que ellos interpretan como una guerra civil, pero sin el riesgo asociado de acabar enterrado en una cuneta.
"¡Alerta antifascista!" gritan desde una mansión con piscina en un barrio pijo y mientras media docena de guardias civiles custodian su puerta. O con el busto de Lenin a su espalda mientras prometen reportajes de investigación demoledores con datos sacados de la Wikipedia. O mientras pactan con la verdadera ultraderecha nacionalista y rinden el Estado frente a terroristas mesiánicos, supremacistas del cántaro y caciques por democratizar. El espectáculo suele bordear el ridículo, pero es un ridículo con gran éxito de público.
La diferencia, por supuesto, es que ningún aficionado a las películas de terror sale del cine intentando convencer al prójimo de que se avecina una epidemia de posesiones infernales. Los socialistas, sin embargo, parecen mostrar una llamativa dificultad para distinguir sus fantasías de la realidad. Ahí andan ellos, subidos a la montaña rusa del Fascismo Khan gritando "¡buooo!" y "¡foaaa!" y "¡peligrooo!" mientras los niños esperan su turno y se preguntan qué cojones hace ese carcamal con canas y pelos hasta en el paladar creyéndose el Che Guevara del parque de atracciones.