Venezuela se desangra por culpa de la miseria que la azota por todas sus arterias desde hace ya demasiados años. En medio de semejante escenario, además de la corrupción y de la inseguridad, el país se ve ahora sacudido por la liberación del líder opositor, Leopoldo López, y por el intento de Juan Guaidó de hacerse con el poder.
No está lejos el país sudamericano de un conflicto armado de infaustas consecuencias. No está lejos, tampoco, Estados Unidos de intervenir en él, como en los tiempos en los que ejercía más activamente de gran policía mundial. Tampoco parece lejana la posibilidad de que el resultado emergente a partir de esta crisis agrave la situación actual para los venezolanos, y eso no parecía fácil.
España no apoya, como sí hacen los norteamericanos, el alzamiento que ha pretendido Guaidó. O, mejor dicho, no apoya la manera en la que ha intentado hacer efectivo su cargo de presidente interino. Es del todo comprensible: a nadie, o a casi nadie, le gusta la violencia. Pero es cierto que a veces no está claro cuál es el precio que se debe pagar a cambio de la libertad.
La situación en el país es crítica, por lo que una mala decisión podría provocar una guerra civil que solo traería más penurias y más miseria a una nación que lleva más de dos décadas sufriendo como pocos países de su entorno lo han hecho.
Maduro parece haber ganado este primer asalto. Pero habrá más. Incluso con las represalias que ya tiene previsto implementar hacia los que han apoyado el intento de echarlo del poder parece poco probable que el camino que le conduzca a un lugar que lo acoja -Cuba, Rusia…- haya concluido. Su salida de Caracas, que parece cuestión de tiempo, se parecerá mucho al exilio en un país amigo.
Los valientes como Guaidó o López no tienen al aparato del Estado defendiéndolos, pero sí cuentan con la autoridad que otorga la defensa de la libertad. Y ambos parecen dispuestos a pagar el altísimo precio que ésta tiene hoy en Venezuela.
En un mundo ideal, uno no sabría ni quién preside el Gobierno. Y le daría igual si fuera uno u otro. Sería un tecnócrata con un gran corazón y muchos millones de conexiones neuronales, alguien que habría forjado una vigorosa personalidad gracias a diversas batallas en las que siempre salió vencedor, y que tendría una preparación política inmejorable. Alguien que sabría cómo influir para potenciar la prosperidad de su país, y que se sintiera orgulloso y feliz de hacerlo. Alguien que nunca engañaría a sus compatriotas.
Venezuela necesita pasar la página del chavismo y acercarse a un lugar mucho más cercano a ese mundo ideal. Uno en el que la gente prospera, la calle es segura y no se aparecen expresidentes en forma de pájaro. Un lugar razonable donde vivir resulte un privilegio y no un milagro.
La Tierra de Gracia, como llamó Colón al paraíso que después fue venezolano, se ahoga en el infortunio al que lo han sometido sus gobernantes. Resulta imperativo que la comunidad internacional presione para que, a través del diálogo, se pueda imponer la sensatez y los ciudadanos puedan recuperar sus vidas. De otro modo, si no se hace lo suficiente desde el exterior, el país parece abocado a la autodestrucción.