Cuál fue mi sorpresa cuando, hace unos días, escucho hablar de las escuelas estigmatizadas, aquellas que, a consecuencia de la inmigración, recibieron a muchos alumnos extranjeros, quizás de clases sociales más bajas que la mayoría de los que habitaban el barrio hasta ese momento. Los antiguos alumnos empezaron a marcharse, los nuevos no entraban. Este es un colegio gueto. Vade retro.
Algunos de esos colegios, para recuperar a sus alumnos, han firmado acuerdos con centros de investigación o culturales, de esa manera trabajan siguiendo un método científico y, además, pueden usar recursos que serían inalcanzables para una escuela pública al uso. Los niños trabajan por proyectos guiados, tanto por un profesorado debidamente formado, como por ingenieros del centro en cuestión. Efectivamente, el modelo está funcionando: las familias con un nivel sociocultural más elevado regresan a las escuelas denostadas.
No supe, a bote pronto, dónde colocar toda esa información. Cómo era posible que la variedad social generara tal preocupación en los padres que decidieron prescindir de esos colegios. Y, por otro lado, por qué no se aplican esos acuerdos magníficos que mejoran la educación, en todos los colegios públicos y concertados. Si los alumnos se fueron porque consideraban que la compañía de los recién llegados no era demasiado deseable, ¿qué es lo que cambia cuando el método educativo mejora? Supongo que la excelencia didáctica compensa los prejuicios sociales. Todo raro. Cómo educar debidamente a unos hijos que vivirán en un entorno diverso sin catar la diversidad, es un misterio.
Descartamos el colegio porque lo de los niños de colores no nos acaba de convencer, pero si nos prometéis una formación superior a la de otros centros, entonces nos lo zampamos. Es un aunque, es un pero, cuando debería ser un además. Además de la mezcla, de la empatía, del enriquecimiento, tenemos unas posibilidades estupendas gracias a las alianzas con otros organismos.
El profesorado es otro de los pilares en los que se apoyan estas soluciones y las dificultades están ahí: situaciones familiares complicadas generan niños complicados, que precisan de mayor implicación, de mayor formación y de mayor vocación. Pero es que ese debería ser un requisito sine qua non para ejercer como formador: tenemos el derecho a exigir que quien forme académicamente a nuestros hijos lo haga bien. Y solo hacemos bien aquello que nos apasiona, por difícil que pueda resultar a veces. El maestro debe disfrutar al alumno. Al que saca dieces y al que saca ceros. Al obediente y al rebelde. Debe enseñarle y debe aprenderle. De hecho, donde realmente es necesario es en la dificultad. Los niños estudiosos van solos. Y ese maestro dispuesto a dejarse la piel por cada uno de sus alumnos debe tener en su mano los medios para hacerlo lo mejor posible.
Cuando decidí, hace tres años, que mis hijos fueran a un colegio del barrio, lo tuve claro: sería el que estuviera más cerca. Habría preferido que fuera laico, pero tampoco me molestaba que recibieran formación sobre religión, siempre que se respetara a las familias que no somos practicantes. En septiembre, cuando empezó el curso, me alegró comprobar que mis hijos compartirían clase con niños de otras razas, con vidas diferentes a las nuestras, con costumbres desconocidas. Normal, en un barrio heterogéneo, el colegio también lo es. Siempre me había fascinado la amalgama de nacionalidades con la que los hijos de mi amiga de Nueva York comparten sus días. Más de quince procedencias en un mismo entorno. Qué cantidad de información y de intercambio cultural así porque sí. El día en el que cada niño ha de llevar un plato típico del país de sus padres aquello parece una feria de alimentación. Las criaturas crecen con el convencimiento de que todos somos iguales en un mundo plagado de diversidad. No se ven amenazados por lo desconocido, por lo diferente. Sus mentalidades son, inevitablemente, más flexibles, más adaptables, más libres. Y la libertad es el primer paso hacia la felicidad.