¿En qué momento se jodió Cataluña? Que el paciente amenazaba con morir de provincianismo lo vaticinaron por escrito los más perspicaces de los nuestros. Federico Jiménez Losantos en su recién reeditado Barcelona. La ciudad que fue. O Félix de Azúa en su premonitorio Barcelona es el Titanic. Lo que no estaba tan claro era cuál iba a ser el punto de no retorno. Ese a partir del cual sólo quedara la opción de darle la extremaunción al moribundo y confiar en que los virus expelidos por sus toses miasmáticas infectaran al menor número posible de comunidades vecinas.
Ese punto de no retorno fue el 9 de enero de 2016, cuando Convergencia se arrojó en brazos de la CUP y aceptó sustituir a Artur Mas por Carles Puigdemont. Es decir, el momento en que la alta burguesía catalana le entregó las llaves del Ferrari al más zángano de sus hijos y le dio permiso para estamparlo contra el semáforo más cercano tras una fiesta a cargo de la fortuna familiar en la que corrió como si fuera agua esa cocaína adulterada con talco llamada derecho a decidir.
La historia de la Cataluña de los últimos cuatro años no se puede explicar sin esa sumisión de las cien familias catalanas, las que llevan gobernando la región desde hace más de siglo y medio, a un puñado de millennials con ínfulas de Che Guevara del barrio de Pedralbes y menos días cotizados que Isabel Serra. Lean a Arcadi Espada acerca de ese día en el que se topó con la líder de la CUP Anna Gabriel en una de las peluquerías más caras de la zona alta de Barcelona mientras esta pagaba una pequeña fortuna por su distintivo corte de pelo a la última moda abertzale.
Jamás un partido tan pequeño demoscópica e intelectualmente como la CUP acaparó tanto poder. Que como sabrán los más cínicos de mis lectores no es la capacidad expedita de hacer, como dice la RAE, sino la de deshacer.
La CUP ejerció ese poder a conciencia y el hecho de que ninguno de sus dirigentes esté hoy sentado en el banquillo del Tribunal Supremo sólo se explica por la natural inclinación de los padres a hacerse responsable de los delitos de sus vástagos si eso consigue librarlos de la cárcel. Un padre, aunque sea sólo padre político, no es más que un imbécil sometido a sus imperativos genéticos y jamás ha sido eso más cierto que en Cataluña.
Ayer, los dos representantes de Unidas Podemos en la Mesa del Congreso instaron a la presidenta Meritxell Batet a "estudiar con calma" la suspensión de los diputados presos. Es decir a analizar la mejor manera posible de desobedecer al Tribunal Supremo y el propio reglamento del Congreso. Así empezaron los nacionalistas en el Parlamento catalán y, de petición de informe a los Servicios Jurídicos de la Cámara en petición de informe a los Servicios Jurídicos de la Cámara, acabaron dando un golpe contra la democracia.
Debería meditar el PSOE, o al menos esa parte del PSOE todavía leal a la Constitución, sobre esa peligrosa inclinación de Pedro Sánchez a dejar que populistas y nacionalistas se enseñoreen de las instituciones y las conviertan en palanca de su estrategia de demolición de la democracia. Les va el Ferrari en ello. A algunos, literalmente.