El pasado martes, Ana Flecha se quejó en Twitter de que la editorial Libros del Lince, del grupo Malpaso, para la que había traducido algunos textos, le debía dinero desde 2017. La respuesta no se hizo esperar: desde la cuenta de la editorial la llamaron ridícula por reclamar cuatro mil euros. Lo que vino después fue una mezcla de innumerables denuncias de otros colaboradores de la editorial, la creación de un perfil falso para darse la razón y la promesa final de liquidar deudas en cuatro meses.
Nada nuevo en el mundo editorial, ni en el mundo empresarial. Quizás lo peculiar es que, en este caso, la colaboradora, seguramente harta de reclamar en correos electrónicos y llamadas sin respuesta, tuvo las narices de hacerlo público. Bravo por ella.
Gente con jeta la hay en todas partes, pero es verdad que, de un tiempo a esta parte, lo de algunas editoriales es de traca, basta ver el caso de T&B Editores.
Hace unos días, una amiga escritora me contaba, totalmente indignada, que un sello editorial le había ofrecido, muy amablemente y tras alabar sus letras de manera desaforada (el equipo está entusiasmado, nos impresiona tu talento, blablablá) publicar la novela que ella ya había autoeditado con bastante éxito gracias a sus seguidores en Instagram.
Cuál es la sorpresa de mi amiga cuando, al leer el contrato, se encuentra con que ella debe organizar una presentación en la que venderá cincuenta libros para, al día siguiente, ingresar ese dinero en la cuenta de la editorial. Si no los vende allí, se tendrá que apañar y colocarlos a quién y como ella considere. Todo de lo más normal. Los derechos del libro, por supuesto, son para la editorial durante dos años. Ni que decir tiene que si el libro se convierte en película o en serie, aunque la editorial no haya movido un dedo, se lleva el 50% de los derechos y, ni que decir tiene, que la autora y vendedora de la obra recibe el astronómico 10% habitual sobre el precio del libro. Ah, importante, es indispensable la promoción en sus redes sociales que, mira tú por dónde, superan con creces en seguidores a las de la editorial de las narices.
Se podría pensar que semejante despropósito es una excepción, pero no: al día siguiente, la buena mujer recibió otra propuesta igual de vergonzosa.
Ojalá el problema fuera que mi amiga tiene mala suerte, lamentablemente la cosa no va por ahí. La tribu de desconsiderados dispuestos a aprovecharse de la ilusión de alguien por ver su libro publicado por una editorial “de las de verdad” crece cada día. Hay demasiadas empresas que, en lugar de dedicarse a promocionar y vender libros, actúan como buitres engatusando a otros que escriben, promocionan y pagan para, posteriormente, no llevarse un duro.
Demasiado a menudo, el creador de la obra no tiene ningún método de supervisión sobre la cantidad de ejemplares vendidos. Se ha dado el caso (los muchos casos) de que el escritor desconozca que su obra se ha reeditado, o de que ha salido a la venta el audiolibro.
Los plazos para el cobro convierten en imposible la dedicación exclusiva a la escritura, aunque un libro se venda bien. La pasta se la quedan otros. Las condiciones leoninas en los acuerdos son el pan nuestro de cada día: un trato en el que la única persona indispensable para el negocio se lleva el trozo más pequeño del pastel, no es un trato, es otra cosa. Porque no olvidemos que, hoy en día, existen la autoedición y las tiendas online; que en un proceso empresarial, todos los eslabones han de ser necesarios y que los parásitos nunca lo son.