Me he descubierto diciendo en Radio Nacional que muchos niños en otras partes del mundo, a la edad a la que nuestros hijos reciben su primer teléfono móvil, no saben qué van a comer en su próxima comida, ni si la habrá.
Repasa estos días David Jiménez, el autor del libro que lleva el nombre de esta columna (Kailas, 2007), su trayectoria en Oxiana, el programa de Santiago Echevarría, y recuerda, especialmente, la publicación de ese libro, que fue también el primero que escribió. Su corresponsalía en Asia había llegado tras convencer a Pedro J. Ramírez de la extraña idea de que El Mundo precisaba un corresponsal allí, y de la aún más extraña que suponía creer que era él, precisamente, el tipo adecuado.
Pero todo eso sucedió del mismo modo que a veces ocurren cosas inexplicables, y así el periodista conoció a Reneboy, que vivía en un basurero de Filipinas; a Chuan El Invencible, que se fajaba en los cuadriláteros de Tailandia, o a Vothy, la niña del vestido rosa que dejó el mundo demasiado pronto en Camboya.
Los diez personajes, los diez niños, que trazan el recorrido de Hijos del Mozón apasionan como solo pueden hacerlo historias reales que uno cree imposibles hasta que se da de frente contra ellas, despertándolo del desconcierto que supone que todo empieza, y acaba, en un dispositivo móvil.
Pero hay gente en el mundo que carece de ese artefacto y, lo que es mucho peor, hay demasiada, especialmente en África y en Asia, que no sabe cómo distraer su apetito para poder sobrevivir al día. Gente cuya vida transcurre entre las coordenadas de la miseria y la pobreza máximas, encerradas en un círculo del que solo pueden salir imaginando que lo hacen.
Es bueno leer Hijos del Monzón, tanto tiempo después en su edición renovada, para recordarnos que nosotros tenemos dos estaciones más que ellos, no solo la de lluvias y la seca, y que en nuestro mundo las tragedias también ocurren, pero que su tamaño tiene sus propias limitaciones generadas por el hecho de ser occidentales.
Resulta cuando menos insólito comprobar las distintas vidas, los distintos mundos, a los que se enfrentan todos aquellos a los que moja el monzón y que además arrastran su existencia sin apenas recursos, algunos en las alcantarillas de Ulán Bator, si se comparan con los adolescentes en la California de Rodeo Drive, o con quienes deambulan por la Vaguada en Madrid. Se trata de la misma corteza terrestre, pero atravesada por un sendero de ilusiones y esperanzas muy diferente.
A veces –pocas– se entromete un inesperado y desde luego que improbable final feliz en las historias de estos niños asiáticos, como ocurre con Chaojun, la aspirante a pianista que finalmente consiguió huir del círculo del infortunio gracias a una beca en Estados Unidos. Sus padres soñaban una carrera profesional para su hija en medio del caos y la extremadamente feroz competencia que la asfixiaban en China. Por una vez, los dioses escucharon.
Pero lo más frecuente es que no lo hagan y que, por ello, la apabullante probabilidad de una última y adicional tragedia acabe engulléndolos hasta hacerlos desaparecer de la vida sin posibilidad de dejar su huella, o sus arañazos, en ella. Por eso hace falta que alguien escriba sobre estos niños y sobre sus desafortunados sucesores en generaciones venideras; por eso hace falta que todos leamos sobre ellos.