Ondean las banderas. Blancas, verdes y rojas. Aplausos, bengalas, vítores y aplausos, niños y mayores… el asesino ha vuelto a casa. No es el primero, no será el último. Sus rostros tapizan los pueblos en los que, si eres de fuera, darás un rodeo para no rozarte con lo que se te antoja repugnante. Y si eres de allí, será difícil que te atrevas a mostrar el asco profundo que sientes, si lo sientes, si no te has anestesiado ya ante la ignominia repetida una y otra vez o si has tirado la toalla y la podredumbre se te ha hecho tan familiar que ni la notas.
Una sociedad enferma. No se me ocurre otro apelativo. Como la Francia nunca bien reconciliada con el colaboracionismo, con las muertes en el Vélo d’Hiver y las deportaciones. O los países en los que el antisemitismo secular convirtió en indiferencia el goteo de ausencias inexplicadas de los vecinos, los guetos en sus ciudades, los campos de la muerte instalados en sus tierras ¿Ese sentimiento antisemita tantas veces trivializado les hizo a todos culpables? No, pero muchos dejaron que el horror ocurriera sin querer saber, ni hacer nada para evitarlo. Y es cierto que algunos murieron por actuar correctamente, y que entre ellos los hay Justos entre las Naciones, pero ¿basta para redimir a toda una nación?
No importa si es por miedo o por indiferencia, la salud de los pueblos se mide por su capacidad para no mirar para otro lado cuando se produce una injusticia, cuando alguien de la comunidad es maltratado, cuando se le deja solo. Su fortaleza depende de que nunca, nunca considere que hay muertes o vejaciones que tienen justificación, ni que haya quien las merezca. En una sociedad sana está clara la línea entre las víctimas y los verdugos, no hay medias tintas, ni absoluciones de confesionario, ni ambigüedades medidas, ni aprovechamiento del dolor ajeno. Una sociedad fuerte es capaz de sentir vergüenza.
Habla el portavoz de PNV, Aitor Esteban, del “daño ético que causó ETA” y parece un eufemismo o una burla cruel si hablamos de los 862 muertos, de los heridos, de sus familias. Sin embargo creo que, a pesar de lo que pueda parecer, Esteban acierta en el término, pero no tanto al referirse a las víctimas –esas son exactamente lo que parecen, víctimas– sino a la quiebra irreparable que se ha producido en la moral de la sociedad vasca, en la inversión de valores, en la indignidad que representó la muerte sin reproches antes y el recibimiento festivo de los verdugos ahora.
En una sociedad enferma el “nosotros” y el “ellos” se convierten en categorías separadas por un muro infranqueable de prejuicio, y la indiferencia no es más que la excusa con la que encubrir el desprecio al otro. Por eso no duele, ni abochorna el sufrimiento si forma parte del “ellos” quien lo padece, porque es inferior, porque no es humano, porque “si esto es un hombre” quizás sea tremendamente difícil asumir la culpa.
Ya pagó su deuda –dice uno– “ocho mil días encerrado en un agujero, sufriendo aislamiento, dispersión y destierro” (como si ser de ETA le convirtiese en alguien mejor que un preso común). Se refiere al carcelero de Ortega Lara. Ugarte se llama el bicho. José Javier Zabaleta el otro, el que recibieron en Hernani, con la misma criminal alharaca. La misma que a todos los demás.
Hasta 60 denuncias por homenajes a ETA sólo en 2018, archivadas todas porque se requiere un atestado de la Ertzaintza que diga que eso está mal, que ha visto enaltecimiento al terrorismo donde el resto del pueblo –el que sale a la calle– sólo ve la alegría por la vuelta a casa de su vecino más ilustre. Y la policía autonómica vasca –¿qué quieren?– sólo advierte inocente alborozo.
Porque Ortega Lara no es un hombre, ni la larga lista de las víctimas de ETA tampoco, y así, a base de anestesiar la conciencia se llega al presente estado de gangrena moral, en el que la línea entre el Bien y el Mal o no existe o es simplemente una serpiente que trepa por un hacha.
(Mi recuerdo a Diego Salvá y a Carlos Sáenz de Tejada. Cuando escribo esto se cumplen diez años de su asesinato en Mallorca. Aún no se conocen los culpables).