He reivindicado, desde siempre, la importancia del sentido del humor. La necesidad de tenerlo presente en todos los aspectos de la vida, incluido el literario. Me aburren soberanamente los que prescinden de él por postureo, por el temor de que alguien pueda pensar que, escribiendo desde el humor, se le resta importancia a según qué temas. No es así, ni de lejos y ya andamos hasta arriba de dramones. Un poco de purpurina, por el amor de Dios.
El humor nos salva la vida, a veces literalmente. La risa genera endorfinas, serotonina, reduce el estrés, genera conexiones sociales, nos relaja, mejora el sistema inmunológico y, sobre todo, nos convierte en seres felices, que es todo lo que deberíamos querer ser.
A mi necesidad exacerbada de reír cada día, al uso del sentido del humor como brújula existencial y medicina, se le ha añadido en las últimas semanas el sentido del amor. Probablemente ha estado ahí desde siempre y simplemente lo he descubierto al arrancar otra capa de esta cebolla que somos los humanos. Me urge saber qué aparecerá bajo la próxima. En mi diccionario personal, el sentido del amor es mucho más amplio que lo que denominamos amor.
Es la alegría de Benedetti, las mañanas de verano en las que disfrutas de tu café cuando aún hace fresquito, la ciudad donde has elegido vivir, una canción que te recuerda quien eras hace veinte años, la vuelta al cole. El sentido del amor es el que nos conecta con los amigos de verdad, esos que te envían un mensaje aún de noche para que te despiertes contenta, o antes de que aterrices de un vuelo transoceánico, escribiendo las palabras necesarias para protegerte del hostión de realidad, para regalarte un airbag tamaño cama doble en forma de empatía, cariño inmenso y generosidad asalvajada.
El sentido del amor es ese que te adora siempre, seas el alma de la fiesta o una piltrafa llorosa con el rímel corrido, te ama cuando repartes y cuando reclamas, cuando protestas y cuando suplicas.
El sentido del amor nos cuenta que esto va muy rápido y que hay que aprovecharlo, ya sea no haciendo nada o haciéndolo todo. Nos obliga a perseguir nuestra pasión allá donde se esconda, porque la ilusión es lo que diferencia a los vivos de los supervivientes. Nos empuja a buscar la paz, la de dentro, claro. A llenar hasta los topes los pulmones y a confiar en que siempre habrá más oxígeno. A vernos y a escucharnos, aunque a veces no nos guste lo que tenemos que decirnos. Nos asegura que todo está bien aunque no todo esté bien. Nos convence de que nos adoremos cuando somos quienes queremos ser y también cuando no. Andamos por ahí despistados, pero ya volveremos cuando baje la marea. Siempre lo hacemos.
El sentido del amor nos ayuda a distinguir lo que es amor de lo que no lo es, aunque ande bien disfrazado. El amor de verdad es alimento, no aspiradora. No nos exige que pidamos permiso. Nos da fuerza para defender lo que nos gusta, aunque nadie lo entienda. Para pasarnos por el arco del triunfo las opiniones ajenas. Yo me ocupo de mi sentido del amor, ocúpate tú del tuyo, que bastante tienes. Nos cura del síndrome del impostor. Pone el reloj a cero para que volvamos a empezar, cada día si hace falta.
No creo que pueda haber sentido del humor sin amor, ni a la inversa. No podemos reír con ganas sin querer y sin que nos quieran. Amemos, riamos, vivamos.