No puedo decir que me quedara ojiplática cuando visualicé las imágenes de esa mujer rubia en pelota picada sobre un Ferrari rojo. Visito esta isla, donde yo escribo y otras se dedican al nudismo automovilístico, desde hace cuatro décadas. El exhibicionismo, ya sea de coche caro, zonas púbicas u horterada supina ya no me sorprenden, pero sí me dan que pensar. Debe ser que me he hecho mayor, esto hace veinte años no me pasaba.
Hace veinte años aún me gustaba el verano por el simple hecho de ser verano, es decir, hacía calor, no había que estudiar y salía nocturnamente como si no hubiera un mañana. Con la edad, lo del calorazo se me antoja cada vez más insoportable y lo de la inactividad, por lo general, un tanto aburrido. De trasnochar, ni hablamos.
Me encantaría ser de esas personas que disfrutan con el simple hecho de ir a la playa y levantarse tarde. No es el caso, quizás porque he vivido muchísimos años pegada al mar y hasta la belleza cansa, que decía la Jurado. O porque el reloj interno suena a las siete y media, ya sea enero o agosto. El caso es que la única ventaja que le veo al parón es la posibilidad de saltar de la rueda de hámster y plantearnos si estamos donde queremos estar y, en caso de respuesta negativa, ver cómo desfacemos el entuerto. No creo que la que ha adherido su vagina al capó del coche rojo se cuestione estos rollos. O puede que sí, hay gente con objetivos vitales muy variopintos.
Mi agosto perfecto sería uno en el que aprendiera mucho, de los libros, de las personas y de mí misma. Uno en el que filosofara con sentido y sensibilidad, en el que me leyera cuatro libros maravillosos, en el que me dedicara a meditar media hora diaria y en el que escribiera sin prisa, pero sin pausa. Por qué, año tras año, mis propósitos veraniegos se quedan en el tintero es un misterio. Probablemente sea más fácil dejarse arrastrar entre paellas y hamacas. Todos nos aferramos a lo conocido, y yo conozco el mar en el que nací, los helados de trufa de Los Valencianos, las noches de música de los setenta con flores en el pelo y las tardes de risas con mis amigas que beben daiquiris en cualquier chiringuito. Menos mal que está demostrado que el baile y el humor alargan la vida, algo trascendental estoy haciendo, al menos.
Ahora que se acerca el final del verano, ansío volver a mis rutinas, a mis horarios, a mi orden, a provocar que las cosas pasen y abandonar esta postura contemplativa estival que empieza a inquietarme.
Septiembre es el mes de la vuelta al cole, del nuevo comienzo, huele a libros nuevos aunque ya no tengas libros nuevos. Es un enero mucho mejor que enero porque llevamos sandalias y la vida siempre es mejor con los pies al aire. Una amiga me ha pedido que compre dos libretas iguales, una para ella y otra para mí. Nos encontraremos cuando volvamos a Madrid y escribiremos nuestros sueños en ellas. Les pondremos fecha de cumplimiento, porque si no, no vale. Diseñaremos unos planes de acción. Nos empujaremos mutuamente para llevarlos a cabo. Qué planazo.
El simple hecho de pensar en esa cafetería de señoras madrileñas, en nuestras libretas mágicas y en las nuevas ilusiones me pone la carne de gallina y me coloca el cerebro en posición felina. A la que se acerque una idea, la cazo. Porque de eso va la vida, de tener ideas y divulgarlas, de dejar una huella en los demás y que los demás la dejen en ti. De llegar al próximo verano siendo un poquito más sabios, no como la del Ferrari rojo.