Entre la cima del espíritu —donde florecen las artes y moran los más esclarecidos intelectos— y el ancho pie de la montaña —donde habitan la bajeza, la confusión, la estulticia y el mal gusto—, se eleva o desciende, según nuestro trayecto, una complejidad inagotable: el mundo. Muy abajo en la falda de la montaña metafórica nacen y mueren a velocidades asombrosas todo tipo de desgraciadas pulsiones. Pese a la inveterada presencia de rasgos inalterables relacionados con la humana condición, se distingue desde la distancia la desigual pervivencia de algunas formas que cabe considerar como fenómenos históricos.
Tomemos el nacionalismo, ese furor extraño que impulsa a ciertos grupos humanos a considerarse un árbol, inmóvil por sus raíces, atado a un suelo particular y capaz de producir un solo fruto de un mismo sabor, de dar la forma exclusiva de una variedad de hoja. El nacionalismo es histórico, tendría unos orígenes más o menos alemanes y románticos, mostraría una inclinación natural al desdén, a la violencia y a la mentira aglutinante. No es fácil, sin ficciones muy estrechas y exigentes, convencer al humano, que es acto y potencia, de que no existe fuera del ser, de que constituye la célula de un cuerpo, de que nace, vivirá y morirá en una asfixiante fijeza.
El correlato, sin el cual enseñaría este accidente histórico la tramoya, es la atribución de similar condición arbórea a cualquier otro grupo pasado, presente o futuro, cercano o lejano: cada individuo es la célula de un organismo mayor, su pueblo, su nación. La naturaleza conduce a esa minucia, desprovista de toda libertad, a reproducir, quiera o no, lo sepa o no, un solo fruto y unas solas hojas a través de las ramas de su propio árbol, cuya copa, tamaño, aspecto, tronco, permitirán distinguirlo de otros pueblos e identificarlo con un destino.
Entretanto, el peculiar destino del nacionalista se ha hecho manifiesto. Cuanto más lejano sea el árbol ajeno, más condescendiente será el afectado, que podrá incluso admirarlo y aun fantasear con inciertas conexiones legendarias. Pero ay si el árbol distinto crece cerca de nosotros, ¡en nuestra tierra! Entonces es seguro que sus raíces abrazan y estrangulan las nuestras, roban nuestros nutrientes, nos arrebatan el agua y amenazan con esterilizar el suelo. Lo adecuado sería el hacha y arrancar luego sus raíces, que no quedara rastro ni huella ni recuerdo. De no ser posible, siempre cabe trasplantarlo a tierras más lejanas después de una asamblea forestal.
Cuanto más lejos, mejor, pues los vecinos que les tocan a los nacionalistas constituyen una amenaza permanente, la terrible posibilidad de entrelazamientos, de simbiosis con hongos traídos por el vecino, yo qué sé.