El pasado domingo quedé para desayunar con dos amigos. Se acabó el verano, volvemos a la rutina. Los niños ya van al cole. Aleluya. Entre conversaciones sobre el hecho de que la playa está sobrevalorada y de que el año comienza realmente en septiembre, mi amiga comenzó a despotricar sobre Tinder.
Mientras yo asimilaba el hecho de que la reina absoluta durante dos décadas en la modalidad Ligoteo Asalvajado por los bares de Malasaña, hubiera sucumbido ante los encantos de la tecnología, ella relataba sus sinsabores: que si quieren acostarse conmigo sin tan siquiera charlar, que vaya panda de tíos egoístas en la cama, que cuando cometo el error de contarles por mensaje que soy escritora y profesora de universidad, me bloquean ipso facto...
Antes de que servidora pudiera reaccionar, el otro integrante, también escritor, comentó extrañado que, cuando él les decía a ellas sobre su oficio, todo lo que recibía eran halagos: "Qué listo". "Qué interesante". "Cuéntame más".
Él es usuario de la aplicación desde hace tiempo. Él es de los que quedan, charlan, toman cervezas y, si la cosa se da bien, acaba en revolcón. No necesariamente en la primera cita. Ni en la segunda. En su caso, los problemas llegan cuando ellas quieren más. Ellas, que quieren un novio, se maravillan ante el espécimen que no pretende meterse en sus bragas a los cinco minutos de conocerse. Él no quiere solo sexo, pero tampoco busca pareja. Ellas no lo entienden: desastre que te crió.
Le pregunté a mi amiga por qué estaba en la App: "Pues porque todo el mundo está, porque en los bares es dificilísimo ligar, la gente va a lo suyo y, cuando la noche acaba, bucean en el catálogo y, en cinco minutos, sin necesidad de dos horas de ritual de apareamiento, se llevan el regalito a casa. Es la puerta al mundo de la modernidad, un abanico de posibilidades al alcance de tu mano y de lo que no es tu mano. Un montón ingente de tíos haciendo surf, tíos con su perro, tíos en la montaña, tíos en moto. Muchas motos. Muchos músculos. Mucha mentira sobre la edad. No me encanta, pero es lo que hay".
"Ah, vale". No comprendo, pero tampoco juzgo. Las capas, los sayos.
La cosa está clara: hemos clonado la vida en una pantalla, la hemos multiplicado exponencialmente y nos encontramos con la inmensa ¿ventaja? de contemplar treinta jetos en un minuto, de tontear con diez al mismo tiempo sin que nadie se entere, de poder soltar la mayor ordinariez del mundo escondidos tras la cobardía de una foto falsa y un teléfono de plástico.
Puedes darte media vuelta virtual y desaparecer, sin ponerte colorado, cuando tu interlocutor no es lo suficientemente guapo, vicioso, tonto o listo. Y aún hay quien se extraña ante ciertos movimientos. Los humanos no valoramos lo barato, las prendas de saldo. Y esto es una rebaja continua, sin fecha de finalización. Tengo una hora libre, a ver si fornico. Telepizzas sexuales. Putas gratis.
Es rápido, es fácil, es cómodo. Y engancha. Y luego lo de los baretos se convierte en una cosa muy pesada y muy innecesaria. Atrás quedaron las historias, las sonrisas, las risas, lo inesperado y los SMS que salían a veinticinco céntimos. Había que elegir dónde invertir.
Ahora decides que tu próxima carne de cañón viva en tu barrio. Para qué perder el tiempo cogiendo el metro. Haces la "metralleta", término que describe la acción de dale like a todo bicho viviente. Alguna de las doscientas fotos caerá. Es pura estadística.
Para colmo de males, las intenciones dispares: busco pareja, busco un polvo rápido, necesito conocer gente, me siento solo, le doy rienda suelta a una fantasía que es solo mía y sobre la que me voy a estrellar, porque eso es lo que pasa cuando tu imaginación incluye a alguien que ni conoces. Y además mientes para conseguir tu objetivo, sea el que sea. Nada puede salir bien. O casi nada.