No voy con nadie: eso pienso ahora, fumándome un cigarro en la tarde del viernes, sin nada lúcido, ni experto, ni contundente que escribir mientras Barcelona arde. No voy con nadie: perdón a los hiperventilados, llámenme equidistante. Mujer de izquierdas, andaluza, no nacionalista, feminista, escéptica, impermeable al adoctrinamiento desde cría, indiferente ante las modas -también las ideológicas-, 28 años, periodista, clase trabajadora.
Ninguna afección por el concepto “patria”, ninguna bandera en el balcón, ningunas ganas de pegarme con cualquier fulano por un trozo de tierra. Ningún héroe, ninguna gran batalla, ninguna gesta. Me interesan los vermús, la literatura y las políticas sociales: soy vulgar, no tengo cánticos. ¿Cuál es mi himno, cuál es mi jerga? No los encuentro. Me asomo a la prensa y no entiendo. Me asomo a la tele y no entiendo. Me interesa la dignidad de todos, ¿eso dónde queda?
No voy con nadie, no identifico a los míos. Extraño a una izquierda que no ceda ante el delirio colectivo. Sólo sé que me dan arcadas las cacerías nazis que campan por las calles estos días. Y que los medios los llamen “ciudadanos que portan banderas”. Por lo demás, no sirvo, no molo, no participo del teatrillo. No voy con nadie, será eso: no tengo porras ni pasamontañas. No me tapo la cara al acudir a manifestaciones, firmo todo lo que escribo, soy responsable de mis palabras y mis hechos. No manoseo la palabra "dictadura". Me cuesta encontrar razones serias para quemar un contenedor y un comercio. No experimento pulsiones bélicas.
Por eso no funciona mi papel, por eso mi postura no es viral: siento repugnancia por la señora de Vox que ondea una bandera de España ante un toro imaginario, burlándose de los independentistas por el fallo de la sentencia; y siento repugnancia por el salvaje que la tumba de un codazo cuando ella se le engancha a la maleta. No me hagan elegir entre estos dos especímenes: no voy con ninguno de ellos.
No voy con nadie, será que mi problema es ese: ni con los mossos -a menudo, simios armados- que golpean por la espalda a manifestantes pacíficos, ni con los secesionistas escupiendo baba verde y tirando latas a la cabeza de una periodista -una currante, esto sí me importa-. Ni la unidad de España me es más sagrada que mi madre -como le pasa a mucho pirado imperialista- ni compro las teorías xenófobas del puñetero procés. Detesto su revolución de pijos de post-it, de pin y camiseta. Detesto sus falacias históricas, su nariz levantada ante el charnego. Detesto que insulten a un barrio que no les apoya diciendo que es normal, que es una zona “pobre” y de “gitanos” (Sant Roc). Detesto que no sean capaces de reconocerse traicionados por su adorado Govern, que les manda -con cariño- a los Mossos a los bloqueos del aeropuerto para no ser acusados de sedición. Qué gracia más amarga. Qué vergüenza más espesa.
Detesto su rebelión porque es la rebelión estéril y caprichosa de una estirpe, de un linaje, de una clase, de una ralea. Detesto su rebelión porque es la del purismo. Lo dice la escritora Cristina Morales: “Su lucha no es mi lucha (…) Los supuestos presos políticos del independentismo son privilegiados”. Ella -más punk y subversiva y brillante que un ejército de Torras- señala que la respuesta de cargas policiales ante las manifestaciones de ciudadanos que no están de acuerdo con la sentencia es una muestra de que "el conflicto se maneja en términos patriarcales y machos”: "No puedo solidarizarme con estos manifestantes desgraciados que pierden un ojo, solo puedo compadecerlos. Lamento que estén ahí, lamento que sean víctimas de la policía por una causa que es un contubernio entre élites”. Y punto.
No voy con nadie; me dan grima los fanáticos. Me da grima este Estado sordo y ciego. Condeno sus corruptelas, sus intereses subterráneos, sus conchabeos. Soy crítica con mi Gobierno y con todos los que vinieron antes, pero eso no conseguirá que me calce las botas con estrellas de ese Peseto Loco del separatismo que responde al nombre de 'Toni': basta ya de airados y horteras. Seguiré cuestionando las estructuras de poder desde esta baldosa fluctuante, de este pensamiento propio que ya no tiene a quién votar.
No voy con nadie, ya lo ven: ni con las niñas con esteladas a modo de capa que hacen tiempo en la calle jugando con la baraja española -sin darse cuenta de lo ridículo del gesto-; ni con las influencers estúpidas que se fotografían para Instagram al lado de las llamas. Ni con este rey -ni ningún otro- que lagrimea en el Princesa de Asturias observando a su hija millonaria y obviando el conflicto catalán. No voy con nadie, de veras: Tsunami Democràtic me suena a nombre de grupo indie malo. Sólo hace ruido, está hueco. No tiene ningún plan. Ni un mensaje honrado. Tampoco talento.