El día que España exhumó a Franco, mi primera entrevista fue con un chino. Chen Xiangwey -hace años investido “fachino de Usera”- estiraba el brazo mussoliniana y compulsivamente, como si un muelle catapultara su axila. Repartía calendarios de 2020 con el rostro del dictador en el margen… derecho. Le acompañaban decenas de ancianos y algunos jóvenes entusiastas, tan pocos como para arruinar el día histórico que íbamos a desayunar: la turba desatada al rescate del féretro nunca existió. La dictadura, aquel jueves, cabía en unos pocos metros cuadrados.
¡Menos mal que llegó Tejero! ¿Qué le iba a contar si no a mi abuela? El pobre hombre, de 87 años, fue asediado por una maraña de cámaras y correligionarios. Traje negro luctuoso, respiraba a borbotones. Cuando alcanzó el cordón policial, alguien le preguntó: “¿Está usted acreditado? ¿Tiene permiso para entrar al cementerio?”. Pero, ¡cómo va a solicitar autorización un tipo que da golpes de Estado! Estimado Chen, este país tiene fiebre.
Y así era. En la campa frente al cementerio de El Pardo, mientras llegaban Los hombres de Paco, se sudaba al sol y se tiritaba a la sombra. El cáterin voló a la hora del desayuno y yo, que tenía todas mis esperanzas puestas en la EITB, me llevé una decepción tremenda: no habían traído marmitako.
Todos tenemos un amigo así, como el Gobierno. Te dice que va a ser una boda “discreta” y luego aparecen quinientos periodistas. La invitación de Moncloa me hizo mucha ilusión: “Llevad gorro, paraguas y una batería portátil para el móvil”. Y ahí estábamos, dándole una cobertura al dictador que ya le hubiera gustado en vida. ¡No le mencionaron tantos corresponsales ni cuando se cargó la autarquía!
No fui al Valle de los Caídos porque el mejor lugar allí -permitido por la ley- para arrimarse a la noticia se encontraba a seis kilómetros del nicho. Aunque no hubo imágenes del desentierro, todos éramos capaces de milimetrarlo. Moncloa, en esa invitación antológica, había incluido unos gráficos estilo instrucciones de Ikea, “paso a paso”. Más que una muestra de transparencia, parecía un manual para exhumadores. Si ve a un periodista, dele un pico y una pala. Le trae de vuelta a sus ancestros en veinte minutos.
Los premiados por la Historia éramos un porrón de correveidiles -casi más que muertos había en el cementerio de El Pardo- encaramados a unas vallas. Mirábamos al cielo, como en busca de un ovni, porque Franco venía en helicóptero. Cuando tronaron las hélices, armados de nuestros móviles y apuntando al cielo, los informadores corrimos de un lado a otro. Durante el esprint más arriesgado, noté en mi nuca la mirada incrédula de los corresponsales extranjeros, que ya al punto de la mañana se habían dado cuenta de que no iban a cumplir sus orwellianos sueños.
Ya que estábamos de pie y en movimiento, pensé, podríamos haber bailado todos juntos la del Coyote. Bien es cierto que había algo de cuesta. O si no, como mal menor, ésa en la que se gira continuamente con un volantazo de cintura al ritmo de “be my baby”. Ay, mi gran boda exhumada.
Nunca pensé que haría Historia en una campa embarrada, estilo festival de indie. Al fondo había tres urinarios de plástico, formato féretro, de color verde. Esos en los que uno puede hasta volcar si el apretón se antoja complicado.
Al rato, apareció una comitiva de lujosos motores. Franco, en un pedazo de Mercedes gris. Como si lo hubiera guardado en el garaje desde 1975. Terminada la ceremonia, salió Francis, el nieto mayor, y se compadeció de los periodistas: “No entiendo por qué sólo han dejado grabar a TVE. Hemos vuelto a los tiempos del Nodo”. Su abogado, dentro de la cripta, gritó: “¡Esto parece una dictadura!”. Arruinaron la vida a todos los cómicos de este país. Insuperable. ¡Chen! ¿Dónde estás? España tiene fiebre.