Fui a verla al cine, aunque ya la tuviéramos en Netflix. Me gustan las pantallas grandes, acabarme mi Crunch antes de que empiece la peli, la complicidad silenciosa con el resto de los habitantes de la sala, las miradas con los amigos al levantarnos de la butaca. A mí me ha encantado, ¿y a ellos?
Scarlett y Adam se merecen todos los Oscar del planeta. O eso creo yo, porque me ha tocado el alma el retrato de ese matrimonio, la manera en que se deshace el vínculo y se deshacen esos contrincantes que un día se amaron por encima de todas las cosas. Qué creíble es lo paradójico cuando refleja la verdad.
Qué gusto da escuchar un texto que parece escrito desde el lugar correcto y del tirón, que dibuja la complicidad en gestos tan sutiles como anudar el cordón del zapato de la persona a la que más has odiado y más has necesitado. La dificultad no está en contarnos lo dolorosa que puede resultar una ruptura, más si hay niños de por medio, sino en que la entendamos en toda su extensión; que sintamos, a ratos, rechazo y adoración por cada uno de los personajes, sin posicionarnos; que sepamos cuánto les duele la piel; que les comprendamos aún en sus momentos más viles. Y es que todos podemos ser unos cabrones llegado el momento.
La problemática que se dispara cuando los que fueron componentes de ese todo pretenden vivir en ciudades diferentes es otro de los factores que se te clavan en las tripas. Cuántos amigos tenemos inmersos en semejante sarao, atados durante al menos dos décadas a un lugar al que llegaron, a veces, solamente por amor y que ahora se convierte en una especie de tumba lejana de su familia y sus amigos, cercana a la persona a la que se ataron sin pensar que el amor se acaba, ya lo decía la Jurado.
En uno de sus varios monólogos, la Johansson habla de cómo se embarcó en la relación con su marido porque quería sentirse viva después de otra en la que no había salsa alguna. Cuántos patinazos cometemos por no tomar un tiempo de reseteo antes de lanzarnos sobre el siguiente contrincante.
Engancharse con alguien mientras huimos de otro alguien es la mejor manera de tropezar a ciegas: solamente nos fijamos en que no sea todas esas cosas que es nuestro ex, pero es que el espectro de incompatibilidades es tan amplio como terrorífico y qué fácil es contagiarse cuando andamos con las defensas bajas. Para cuando queremos darnos cuenta, varios años y algún hijo después, ya no recordamos quiénes éramos realmente, ni en qué momento nos dejamos arrastrar por los deseos del otro. En la peli, los sueños de ella se diluyeron en los de él, se agarró a la cola del cometa masculino y, para cuando quiso soltarse, ya no sabía donde aterrizar.
Esta historia ya la hemos oído antes: personas preparadas y dependientes económicamente de sus parejas, en su mayoría mujeres. La maternidad es la guinda perfecta para este pastelazo de dimensiones exageradas. Si consigo despegarme emocionalmente, la falta de pasta impide que me separe de este humano al que ya no me une nada, junto al que me siento más sola que en mi puñetera vida.
No hace falta que hayamos vivido un divorcio, a todos nos ha arrastrado la marea en algún momento. Muchos hemos dejado de reconocer a la persona que un día elegimos y las despedidas nunca son fáciles, sobre todo cuando implican amputar una parte de nuestra vida. La película nos ha gustado y herido a partes iguales porque nos reconocemos en ella, ni más ni menos.