La confrontación España/Cataluña, sobrentendida como una relación de tensión en la que la segunda aspira, al parecer, a ejercer unos derechos soberanos que la primera le impide, es completamente tendenciosa y falaz (inducida por el nacionalcatalanismo) porque parte, precisamente, de una falacia de petición de principio, a saber: la de presuponer a Cataluña como una nación cuya constitución se ha producido al margen de España, con derechos adquiridos que le han sido hurtados (por ejemplo, hacia 1714), y que, ahora, España tiene la obligación “democrática” de devolverle.
Consecuencia necesaria de esta petición de principio es que la reivindicación de un referéndum para ejercer el presunto “derecho a decidir” se vuelve paradójica: si solo votan “los catalanes”, entonces ya se considera a Cataluña como nación soberana (y por tanto independiente), siendo así que un referéndum que sancione tal hecho, al margen del resultado, sería completamente superfluo (para poder votar y decidir si son nación o no tienen, ya, que ser nación).
Por otra parte, si a Cataluña se le considera parte de España, como una región entre otras, entonces el referéndum involucraría al resto de la nación española, en su integridad, que como sujeto decisorio seguiría determinando el estatuto político de Cataluña. En un primer caso, en el que decidan sólo los catalanes, no haría falta votar, porque ya se le ha concedido desde el principio aquello que se quiere decidir (y no por resultado de la votación, que aún no se produjo); en un segundo caso tampoco hará falta votar, porque, también desde el principio, y de nuevo al margen del resultado, este sería consecuencia de un derecho ejercido por todos los españoles.
No hay, pues, posibilidad de una vía “plebiscitaria” (“democrática”) hacia la separación de Cataluña, de tal modo que si esta, finalmente, se produjese (y no hay ninguna razón para pensar que no se pueda llegar a producir), nunca sería porque “los catalanes” hayan decidido “su futuro”, sino porque la facción separatista, y por las vías que fueran (la negociación, el diálogo, el chantaje, la extorsión, etc), se habría terminado por imponer al resto, impotente para evitar la fragmentación e impedir que una parte se apropie de lo que no es sólo suyo.
Y es que este sería, y no otro, el resultado de la separación de Cataluña: no la “restauración” de unos derechos que nunca han existido, los de esa fantástica Cataluña soberana, sino que representaría un auténtico saqueo, una usurpación, operado sobre los españoles (incluidos naturalmente los catalanes), al hurtarles una parte de su territorio, la región catalana, que, de momento, sigue siendo suyo, del conjunto de la nación española, mientras no se renuncie a él.
El nombre que el separatismo le ha dado a esta usurpación es el de “derecho de autodeterminación”, y que no es otra cosa, en realidad, que un salvoconducto eufónico para ejercer la exclusión y la segregación sin cortapisas de unos españoles por otros, buscando, en último término, su división y enfrentamiento.
Hable de lo que hable Sánchez con Torra, y Torra con Sánchez, ninguno tiene autoridad ni derecho a dividir y enfrentar a los españoles, siendo así que una sociedad dividida y enfrentada es, naturalmente, menos libre -soberana- que unida y coordinada. Una España rota y dividida en pequeños estados significaría para ellos, no la “independencia”, como pretende el separatismo y cómplices, sino mayor dependencia de otros estados más grandes y poderosos e, incluso, de empresas multinacionales, para las que los nuevos estaditos serían presa fácil.
Naturalmente que esto es un conflicto de naturaleza “política” por el que España está sufriendo la embestida de la amenaza separatista, de tal manera que, si los planes de las facciones separatistas salen adelante, ello supondría la descomposición nacional. Y esto es lo único que ofrece Torra a la sociedad española, su descomposición nacional.