Mientras Sánchez se encontraba reunido con Torra el pasado jueves, un encuentro en la cumbre de la coherencia con el sentido común, Ferreras entrevistaba en La Sexta a un diputado de En Comú Podem. Era uno de esos gorditos de ahora con barbita, jerseicito y hablar desenfadado, inequívocamente guay. Celebraba con verdadero amor el diálogo, la apertura a los distintos, la nueva época de entendimiento que comenzaba.
No recuerdo si por pregunta de Ferreras o por la propia deriva del discurso del gordito (con cuyo nombre no me quedé), de pronto apareció la expresión “la derecha”. Todo lo que un segundo antes era amor, diálogo, apertura a los distintos y entendimiento, pasó a ser odio, demonización, cerrazón a los distintos y desentendimiento. La vieja época seguía imperando aquí.
Siempre me asombra que ellos mismos no se den cuenta. Ni siquiera creo que sean cínicos; al menos gente como el gordito no. Es que la exclusión de “la derecha” (¡el verdadero distinto, el verdadero otro para ellos!) es el suelo sobre el que se asientan. Un suelo que dan por hecho, que consideran natural: es su premisa. Ni siquiera perciben el empaquetamiento falaz que hacen con lo de “la derecha”.
No resulta muy prometedor un diálogo que parte de la fetichización de las palabras. Para empezar, de la propia palabra “diálogo”, que no se toma en sentido recto, sino de manera acrítica, sentimentalmente, como arma arrojadiza. No es un diálogo entre unos y otros, sino un diálogo contra “la derecha” (otra fetichización). Al final es un juego de poder que utiliza la palabra “diálogo” para enmascararse. Es un diálogo en realidad contra el diálogo. Más aún: contra lo dialogado.
Es cansado repetirlo una vez más, pero en nuestra democracia lo dialogado es la Constitución, son las leyes elaboradas y aprobadas por el Parlamento. Quienes incumplieron la Constitución e infringieron esas leyes son los que se salieron del diálogo. Lo escribo por enésima vez y tengo la sensación de que repetirlo es malo: puede que, del mismo modo que cuando una mentira se repite termina pareciendo una verdad, cuando una verdad se repite termina pareciendo una mentira.
Pero no queda otra. Al menos para no volverse loco. En esta fangosa actualidad, deprimente y sórdida, de abyecta lucha por el poder a cualquier precio, de envilecimiento de lo que uno ama, que son las palabras y su sentido, lo único que puede hacer uno es quedarse aislado en la verdad. Pasar por antidialogante cuando su ideal es el diálogo. El de las palabras con sentido.