Instalados en el pico mesetario de la epidemia, sumando los cadáveres de mil en mil y esperando que el descenso de presión en las urgencias se traduzca lo más pronto posible en una cifra diaria de fallecimientos más soportable, lo único que podemos hacer es enviar fuerzas a quienes se baten el cobre en primera línea y desear que quienes toman las decisiones, con los medios, los mimbres y los mecanismos que tenemos, porque otros no va a haber a corto plazo, se equivoquen lo menos posible.
Sin embargo, para después, para cuando esto empiece a ser más llevadero, vislumbremos la luz al final del túnel y podamos plantearnos un mañana sin el asedio acuciante del virus, urge que vayamos identificando una serie de tareas cruciales que bajo ningún concepto podemos permitirnos el lujo de eludir o aplazar. Hay unas cuantas que son tan obvias que casi provoca fatiga descender a enunciarlas: son todas las que tienen que ver con la carencia de medios críticos y reservas estratégicas que ante una epidemia como la que nos está golpeando, y que ya no es un riesgo hipotético, padece el conjunto del sistema sanitario.
La próxima vez que nos veamos en una de estas no pueden faltar mascarillas, equipos de protección o respiradores. Si faltaren, a quienes resulten responsables de ello por acción u omisión sólo puede corresponderles la cárcel, y con una condena severa.
En una perspectiva más general, y a pesar de la apariencia de coordinación de los primeros momentos del estado de alarma, con ese mando único asumido por el Estado y esas conferencias de presidentes virtuales en las que al fin estaban todos, el paso de los días, con la consiguiente acumulación de ineficiencias, disfunciones y hasta despropósitos, acredita que el sistema no responde como debería para garantizar bienes tan elementales como la salud, la vida y la seguridad de los ciudadanos.
Que el montaje de un hospital de campaña, la desinfección de una residencia de ancianos o un centro de salud —acciones todas ellas con repercusión en la protección de las personas— estén al albur de que lo autorice una autoridad autonómica que puede no ser leal al Estado, incluso cuando el alcalde del lugar así lo aprecia y requiere, es sencillamente inadmisible. Como no lo es menos que a enfermos vulnerables y en riesgo de muerte se les deniegue incluso el traslado al hospital por falta de camas de UCI en su comunidad autónoma, mientras en otras regiones hay recursos ociosos y utilizables, y existe disponibilidad de medios para llevar a cabo los traslados que tampoco se movilizan.
Situaciones como estas demuestran que nuestro sistema puede llegar al absurdo de anteponer los territorios, delimitados en el mejor de los casos por una mera convención histórica, a la preservación de vidas humanas. Viene a ser la prueba del nueve de hasta qué punto hemos confundido las prioridades, por ceder a las presiones irrazonables de quienes no quieren construir ni preservar el edificio común. No puede consentirse que algo así vuelva a suceder, ni puede dejarse a la inventiva del gobierno de turno, en un decreto de alarma, la manera en la que los servicios públicos vitales se coordinarán en caso de crisis. Si volvemos a vernos en una de estas, lo primero es garantizar que todos los recursos del Estado se aplican a la finalidad principal.
Es triste prever y temer que la tarea, como tantas otras, quedará pendiente. Y más triste aún comprender por qué.