Cuando los montañeros dan el primer paso hacia abajo, aprietan los dientes y se encomiendan a los dioses que les permitieron hacer cima. Son conscientes de que todo el esfuerzo se puede ir pendiente abajo en un solo segundo de imprecisión. Saben, también, que a pesar de todos los esfuerzos realizados es precisamente ahora cuando necesitan ser más cautos y perfeccionistas.
Después de saborear el horizonte una última vez, se concentran en la medida que pueden para regresar al campo base, donde todo es seguro. Pero parten de la cima embriagados por el éxito, en parte tomados por un entorno hostil al que han vencido en el primer envite. No olvidan que queda lo más importante: regresar a casa y poder contar su aventura.
Con toda frecuencia, las tragedias en los ochomiles de la Tierra se producen “desescalando”. A veces, el puro cansancio es la causa: algunos montañeros, armados de pasión pero superados por dosis de imprudencia y ambición, parece que solo contemplaban subir, y es en ese esfuerzo donde colocaron todo su arsenal físico y mental.
Otras veces el drama surge a raíz de una inexactitud técnica. Para subir necesitas buenos pulmones y mucho músculo, pero sobre todo determinación. Las bajadas exigen, sin embargo, habilidad y contención: un giro excesivo o un tropezón minúsculo pueden arrastrarte con extrema facilidad al fin de los días.
Los españoles hemos empezado a bajar de la crisis sanitaria que ha revolcado nuestras existencias bulliciosos e intensos, quizá para olvidar cuanto antes las semanas de custodia obligada en casa. Por momentos parece que hemos olvidado que el adversario de nuestro sistema inmune sigue ahí, esperando. Y que nada ha cambiado en exceso desde que, a principios de marzo, se pusieran en suspenso, por decreto, nuestras vidas. No hay fármacos solventes, tampoco vacuna y aún estamos muy lejos de la inmunidad de grupo.
Sin embargo, estamos bajando esta trágica cumbre del Himalaya que ya ha provocado solo en nuestro país más de 27.000 fatalidades sin la concentración suficiente, y desde luego sin la precisión debida. No somos un pueblo al que se le dé muy bien alejarse del contacto social. Tampoco somos muy buenos siguiendo directrices. Pero si no hacemos ni lo uno ni lo otro en la medida suficiente, las jornadas que quedan, y son muchas, van a suponer un descalabro en número de víctimas de unas dimensiones difíciles de asumir.
No es ahora mismo tan importante si el Gobierno del país actuó tarde, como esgrime la presidenta de la Comunidad de Madrid, y como parece como mínimo probable. Ni lo es, tampoco, si los 2.400 euros mensuales que cuesta la habitación en la que vive Isabel Díaz Ayuso desde hace dos meses los va a pagar ella, que lo debería hacer, o no. Este descenso implacable y exigente en el que estamos inmersos no parece el mejor lugar para arrojar pecados potenciales a los demás.
Cuando alcancemos el campo base habrá que detenerse, por fin; y respirar, y mirar alrededor. Entonces, deberán establecerse responsabilidades y se deberán cobrar cuentas pendientes. Pero mientras seguimos bajando la irresponsabilidad de unos dificulta la travesía de todos.
En Bilbao y en Sevilla, ciudades que ya han alcanzado la Fase 1, ha sido fácil ver cómo en numerosos lugares los ciudadanos se reunían sin respetar la distancia de seguridad. En Madrid, aún en la fase inicial de la desescalada, la Policía desalojó este último fin de semana 400 fiestas en casas particulares, y disolvió casi un centenar de botellones en la calle o en parques. No, desde luego no parece que estemos siendo rigurosos descendiendo esta pendiente tan sinuosa y helada.
Quizá nunca sabremos si, hace ya casi un siglo, George Mallory, junto a su compañero Irvine, se mató bajando aquella jornada en junio de 1924, a pocos metros de la cumbre del Everest. Pero sus gafas de sol en el bolsillo -por tanto, bajaba ya de noche, argumentan-, y el hecho de que la foto de su mujer Ruth ya no la llevara consigo -había dicho que la dejaría en la cumbre, si la alcanzaba-, hacen sospechar que tal vez sí logró hollar la cumbre, pero no desescalar el Everest con éxito.
Nunca se halló la cámara de fotos del inglés, quizá si se encuentra algún día se resuelva el misterio. Mientras tanto, nosotros deberíamos ceñirnos a la fórmula de manual del neozelandés Edmund Hillary y del sherpa Tenzing Norgay para descender de nuestro propio Himalaya: bajemos de esta crisis como lo hicieron ellos de la cumbre del Everest en 1953, con toda la concentración y toda la disciplina.