De entrada, heredar una ruina no es plato de gusto para nadie. Es humano tener la tentación de compararse con aquellos a quienes se les legó una propiedad en buen estado, envidiar su fortuna y maldecir amargamente la propia perra suerte. Ahora bien, convertirse en el administrador de un bien ruinoso puede ser también una oportunidad de lucirse. Si con la propia gestión uno es capaz de revalorizar la heredad, y reintegrarla de algún modo a un mercado en el que pueda volver a cotizarse, el mérito le quedará anotado y le granjeará un justo reconocimiento.
En nuestro actual panorama político abundan los herederos de ruinas. Una ruina le pusieron a Inés Arrimadas en las manos cuando la hicieron líder del Ciudadanos arrasado por el afán de su predecesor de ser lo que no podía y negarse a ser lo que muy bien podría haber sido.
Una ruina pasó a regentar Pablo Casado cuando se hizo cargo del PP post-Gürtel, un inmueble en derribo capaz de perder más de la mitad de los votos y los diputados que tenía antes del desencadenamiento de su calvario judicial.
Una ruina también se dejó a sí mismo Pablo Iglesias con el Podemos desflecado tras la purga de toda la disidencia y la adquisición del funesto chalé de Galapagar. Pero no menos ruinoso era el PSOE post-Zapatero que Pedro Sánchez se empeñó en liderar y lidera, tras un proceso de desgarro interno atroz y sin precedentes.
Cada uno se ha dedicado a la administración de la penuria como ha podido y con fortuna desigual, en un escenario que la irrupción devastadora de una pandemia no ha ayudado a hacer más llevadero. Diríase que la que peor lo tenía era Arrimadas, porque el colapso de su marca parecía absoluto e irreversible; sin embargo, y al tiempo que celebraba su feliz maternidad, ha conseguido revalorizar sus diez diputados hasta convertirlos en pieza esencial de la gestión de una crisis del sistema. Hay quien dice que la han engañado, que se ha quedado como peón útil de un gobernante sin escrúpulos; pero hacerte necesario no es una mala jugada en política, y te abre opciones de volver a serlo.
Mejor parecía tenerlo Casado, tras haber recuperado unos diputados en la repetición electoral: sin embargo, su estrategia indistinguible de Vox, y esterilizadora de sus escaños, lo lleva por la senda de engordar al enemigo —que siempre está en tu lado— sin erosionar de manera perceptible al contrincante.
Capítulo aparte merece la gestión de las dos ruinas con las que se acabó armando el actual gobierno de coalición. El sainete de esta semana a cuenta del pacto con Bildu —¿de verdad nadie advirtió a nadie de lo que vale una foto sonriente de Otegi junto al logo y la firma del PSOE?—, con la posterior rectificación bajo la batuta implacable de la vicepresidenta económica, permite dudar si la maniobra es un ejemplo más de la habilidad del líder de Podemos para sacar petróleo de sus pocos diputados o de la capacidad del presidente para resistir, sobrevivir y salir adelante a fuerza de encadenar triples mortales con manos y sin ellas.
La desazón que nos queda a los ciudadanos es que todas las energías que estos administradores de haciendas venidas a menos dedican a que no terminen de desmoronárseles entre las manos querríamos verlas invertidas en la reconstrucción del país. Y cada día que pasa confiamos menos en que así sea.