La cerveza enguantada es fruto de una de esas terroríficas explosiones que lo ponen todo perdido de miseria, pero que dejan en la superficie un granito de oro junto a un agujero. El pozo de la felicidad. Las terrazas son la patita que asoma la normalidad. Porque esto que ha llegado, y que algunos llaman “nueva normalidad”, es tan sólo una fase menos dolorosa de la infamia.
Mi primera cerveza es doble y ha venido escoltada por un par de calamares gigantes. Enfrente, alrededor de un barril, dos hombres mordisquean sus palillos y mastican una conversación que rezuma libertad: los periódicos, el café, “los putos políticos”… Hasta he soñado que hablaban del fútbol que todavía no existe. Son nuestros redentores. En sus camisas de manga corta, en el color desvaído de sus pantalones y en su manera despreocupada de gritar “¡otra ronda!” anida la revolución que esperábamos.
Lo malo es que esta mañana, como decía José Luis Alvite, la revolución se escribe con goma de borrar. En cuanto la espuma colorea el culo del vaso, aparece un camarero enmascarado que borra las huellas de nuestra ilusión. El nuestro, un tipo calvo cuya sonrisa es tan ancha que rebasa la mascarilla, frota como si desprendiéramos más aceite que las tostadas de jamón que acaba de servirnos.
Cuando nos hemos lanzado a brindar, nos ha derrotado el silencio. Y el silencio, cuando gana, suele hacerlo con caridad de misionero. Lo que trae es mejor que lo que se pierde. “¡Clin!”. Y luego esos segundos vacíos en los que ha cabido un río de amargura. Un trago, dos tragos… Ese río discurre en círculos y se va por el desagüe. Aunque una estudiante que miraba sus apuntes se va, abandona su mesa y regresa el camarero para limpiar cualquier rastro de resarcimiento.
Sin embargo, y por fugaz que sea, la vida ha empezado a escribirse. Veo a un hombre negro de barba cana lanzado a por una señora que viste una camiseta de tirantes y un “sí, pero no” en la sonrisa. También a una mujer morena, de blusa marrón, que bucea compulsivamente en el móvil hasta que aparece un chico. Ella pide una cerveza para él. Él la corteja en inglés en cuanto se sienta.
Los hay hipocondriacos, que dan un trago y vuelven a cubrirse la boca con la mascarilla. Los hay despreocupados, de camiseta y bermudas, que ofrecen la carne al virus con el mismo entusiasmo que ofreció su pecho Leónidas en la batalla de las Termópilas.
Las mesas de las terrazas son los satélites de una nueva galaxia. No se puede asediar con la mirada ni emplear el viejo truco de “¿esa silla está libre?”. A pesar de los treinta grados con los que se ha arropado Madrid en esta primera escaramuza, todo es un poco más frío. Somos los desconocidos condenados a conocerse en el supermercado o en el estanco.
Antes, en la cola, me he acercado -sin verdaderamente acercarme- a un venerable señor para cerciorarme de que era el “último”. “¡Dos metros, por favor!”, me ha increpado el camarero. He intentado medir a ojo y me parecía que los cumplía, pero en los bares no hay VAR y el VAR sigue sin bares que lo denuncien.
¡Pasan cosas! ¡Moderadamente! Pero pasan cosas. Miro al mercado municipal, que es un hervidero, a través del bronce de mi cerveza. El adjetivo “moderado”, tan virtuoso en la política, es lo peor que se le puede decir a la existencia, pero mejor un ser encorsetado que un ser radicalmente confinado. Y si no, que se lo digan a Jung: “La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir”.
Cuando pago en la puerta del bar, es como si bailara un minué con el camarero. El agradecimiento encapsulado en esa distancia tan casta que nos separa... ¿Alguna vez podremos volver a inflarnos a cervezas con la conciencia tranquila del que salva a un país y a sus gentes?
¡Pasan cosas! ¡Moderadamente! Pero pasan cosas. Hoy, volvemos a casa con munición suficiente como para disparar esas vidas posibles que ya nunca serán. Regresamos a la habitación enclaustrada con miles de sonrisas que, colgadas del tendedero, quizá nos digan algo que alivie este presente tan hijo de puta.