Una juez recibe una denuncia. La examina y debe decidir si el asunto tiene potencialmente alguna entidad delictiva o si lo procedente es archivarla. En este caso, lo que hay detrás de la denuncia son actuaciones de la autoridad gubernativa a las que se achaca haber favorecido la propagación de una epidemia que ha provocado una cifra pavorosa de muertos. Según la última estimación razonable, nada menos que 40.000. Dado el calibre del asunto, la prudencia aconseja a la juez no dar carpetazo sin practicar alguna diligencia de averiguación de los hechos.
La juez no tiene por sí misma medios para investigar. De hecho, está confinada, como casi todo el mundo. Pide por ello a una unidad de policía judicial que haga el trabajo. Le plantea para ello una serie de preguntas, que le permitan resolver con el debido fundamento si debe seguir adelante con la instrucción o enviar al limbo la denuncia. La unidad de policía judicial, en este caso de la Guardia Civil, recibe la petición y se pone a trabajar para dar respuesta a cada una de las cuestiones. Podría hacerlo mejor, también peor: en todo caso, sus diligencias —solicitud de documentos oficiales y privados, análisis de informaciones de prensa, toma de declaración de testigos— están en consonancia con los usos del oficio. Por ejemplo, las noticias de prensa no se toman sin más como ciertas: si pueden llegar a tener relevancia penal, se emplaza a los testigos y se recaba su testimonio.
Todo lo actuado se documenta en un informe, en el que los investigadores introducen valoraciones. Ellos y la juez para la que trabajan conocen bien su alcance: el mismo que puede tener el borrador de carta que una secretaria —o secretario— prepara para su jefe —o jefa—. Sobre él, quien tiene la responsabilidad de la firma tachará o añadirá lo que crea oportuno. El borrador plantea hipótesis que, sin esa firma, nada son ni producen.
El borrador tiene pese a todo su importancia: por eso quien lo elabora intenta afinarlo, aunque no está exento de cometer errores —como el mejor de los secretarios y las secretarias—. Le puede suceder que tome mal la referencia de una fecha, o que al pasar un documento a una tabla-resumen se confunda de línea. Tampoco tiene mayor trascendencia: ese informe no va a decidir nada, y basta ver los documentos erróneamente reseñados, que se acompañan al informe, para que quede en evidencia el desliz. Si la juez llega a imputar a alguien, no lo hará sin un examen que no dejará pasar inexactitudes tan notorias: habría que ser muy ingenuo para cometerlas adrede y con afán de engañar.
Sin embargo, cuando el informe se filtra, una verdadera Panzerdivision mediática se emplea a fondo para denigrarlo y acusar a sus autores y a su jefe de poco menos que maniobrar torticeramente para derrocar al gobierno. Uno relee el informe y no se encuentra más que lo expuesto: tiene algún error material —fácilmente localizable, explicable y subsanable— y puede por supuesto discreparse de sus conjeturas; pero refleja un trabajo policial congruente con lo que la juez les pidió a sus autores.
Ha dicho el ministro que nadie a sus órdenes instó a los agentes a romper el secreto que la juez les impuso, con criterio comprensible, ya que se investiga a una autoridad gubernativa. Siendo así, tanta saña y tanto empeño en cubrir de fango a dos humildes funcionarios —y en justificar por sus desmanes que su jefe fuera destituido— tan sólo pueden responder a una razón: seguimos sin comprender en qué consiste la labor de la policía judicial. No se gasten contra la secretaria. Esperen a que la jefa —la juez— firme un auto. De eso es de lo que tocará hablar.