El mundo no es lo que era: han prohibido los cigarros mentolados, y estos días, unos últimos románticos andamos como pollo sin cabeza, medio tristones, avinagrados, oliendo como perros entrenados el rastro de los ejemplares finales, buscándolos por los estancos como a las reliquias perdidas. Se van los mentolados, como las cosas dulces y nocivas que nos matan rápido y sin que se note, que ya es un mérito.
El mentolado era un placer exactísimo, con su bolita, con su click sonoro que arrancaba necesariamente el ritual: uno de esos sonidos que avisan de las glorias pequeñas, como el de la botella que se descorcha, como el del timbre de casa cuando esperas a alguien a quien deseas, como el del sujetador desabrochado. El cuerpo se te prepara y casi lubricas, como antes del BDSM, porque vienen a paso largo el dolor y la gloria. Están acá, ya los sientes.
Ahora pillas un pitillo de esos y parece que te han dado heroína: el otro día iba en un taxi charlando con mi acompañante sobre esta pérdida, y, cuando fui a bajarme, el conductor abrió un paquete que olía a vacaciones, a huelga general, a primer beso sin lengua, y me cedió unos cuantos porque entendía mi luto. Son angustias de unos pocos. Ver julio acercase como un balneario derruido, con belleza de otra época.
Yo me atrevo a creer en las ruinas, como escribía Chantal Maillard, y me engancho como un lobo joven a los placeres viejos y nuevos, pero con más ahínco a los arrebatados. Ellos nos salvan de la muerte. El otro día, leyendo la autobiografía de Woody Allen, reparé en un extracto:
“Jamás me faltó una comida, jamás carecí de ropa ni techo, jamás caí presa de alguna enfermedad grave como la poliomielitis, que en aquella época era endémica. No tenía síndrome de Down, como un niño de mi clase, ni tampoco era jorobado como la pequeña Jenny, ni padecía de alopecia como el chico Schwartz.
Era sano, querido, muy atlético, siempre me escogían en primer lugar a la hora de formar los equipos, jugaba a la pelota, corría, y, sin embargo, me las arreglé para terminar siendo inquieto, temeroso, siempre con los nervios destrozados, con la compostura pendiendo de un hilo, misántropo, claustrofóbico, aislado, amargado, cargado de un pesimismo implacable. Algunas personas ven el vaso medio vacío, otras lo ven medio lleno. Yo siempre veía el ataúd medio lleno”.
Es cierto que los niños que fuimos felices y valientes un día nos despertamos muertos de miedo y de neurosis, y ya no se nos fue nunca. Uno no localiza bien el momento en el que fue consciente del terror planetario, en el que se volvió un ser angustiable y frágil, oscilando entre el éxtasis y el barro -cada vez más limítrofes-, pero la verdad es que nos da pánico el mundo, como una amenaza cíclope y constante que amamos también, terriblemente; y extrañamos todo el rato esos años núbiles en los que tampoco éramos inmortales, en los que tampoco estábamos protegidos del todo, pero nos lo parecía. Por eso siempre saltábamos desde una valla más alta.
Nos quedan algunos rings donde seguir jugando con fluidez, con frescura, con alegría antigua, aunque cada vez menos: muertos los mentolados, yo me agarro a los desayunos tardíos en las terrazas, colindantes con el almuerzo -cuando el camarero te pregunta: “¿Un café? ¿A estas horas? ¿Algo más?”-, a ver El Graduado en televisión, a volver a escuchar a Simon and Garfunkel. El tartar de salchichón de Málaga, decir una frase a la vez que Jorge, los pueblos blancos con macetas de colores, esa escena de Lawrence Anyways en la que llueve en el salón.
Los vestidos nuevos. Las noches de latas sin rondas policiales. Secarte al sol. Mirar fotos de los afters en casa de Dani, amaneciendo frente a Las Ventas con la cara de otros, cantando Te solté la rienda, y pensar: "Vaya desgraciados tan felices”. Bailar en el cuarto. Las catedrales. Dormir sin alarma. Un Martini blanco. Guardar un secreto. Pelear por el matiz, por el gusto; intentar mirar el mundo sin brocha gorda. Algunas canciones, algunas conversaciones y un poema de Manuel Alcántara: “No se estaba ya en guerra aquel verano / mi padre me llevaba de la mano / yo estudiaba segundo de jazmines”.