Donald Trump se ha organizado en Oklahoma, donde los contagios del Covid-19 llevan una semana en alza sostenida, un acto con 20.000 personas. Algunos de los asistentes dicen que es un riesgo que vale la pena correr y que Trump corre a diario más riesgos por Estados Unidos. Un responsable de la ciudad suplica a la gente que no vaya a sumarse a una aglomeración que puede acabar siendo una verdadera bomba biológica.
He ahí, crudamente resumidas, las dos actitudes frente a la desescalada iniciada por la contención del contagio del virus, allí donde esto se ha logrado, o porque estar encerrado es un rollo y las cuentas públicas y privadas no salen, en otros lugares donde el mal dista mucho de haber sido contenido. Con mayor o menor fundamento, con más o menos prudencia, después de varios meses de parón y de ruina pelona todos estamos en «hacer como si no». Como si no acabáramos de recibir un guantazo que ha dejado nuestra autoestima como sociedades y como individuos hecha unos zorros. Como si no siguiera ahí un enemigo taimado y cruel que se ha demostrado capaz de reventarnos el sistema sanitario y de abrir huecos pavorosos en nuestras filas, sobre todo en las que forman los más baqueteados y vulnerables.
Mantener cortadas indefinidamente las fuentes de riqueza, es cierto, puede acabar causando estragos no menores de los que provoca la enfermedad. El encierro y la inacción es posible que protejan nuestros pulmones, pero como los prolonguemos por mucho más tiempo va a empezar a subir de forma alarmante el número de ciudadanos a los que se les va la pinza. Por lo pronto, existen razones para sospechar que la anormalidad en la que llevamos sumidos toda la primavera ha producido graves perturbaciones en el raciocinio de algunos de quienes nos guían y no pocos de quienes gustan de opinar sobre cualquier asunto, ya figure o no entre aquellos a los que alcanza su ciencia.
Lo cierto y esperable es que dejar que nos construyamos una ilusión de normalidad nos llevará a relajar precauciones, y esta relajación es probable, si no seguro, que provoque rebrotes. Ante ellos, y dependiendo de su envergadura, las autoridades no tendrán otro camino que reescalar, y hacerlo rápido, porque si no lo hacen, puede que las próximas diligencias que se les abran no se archiven tan pronto como las de marzo. En ese caso, la frustración de expectativas puede ser abrumadora, para unos ciudadanos hartos y crispados, con problemas de habitabilidad en régimen de reclusión en sus viviendas no siempre espaciosas y cuya supervivencia dependerá de unos sanitarios que, apenas repuestos del impacto del tren que los arrolló hace unos meses, han de ver cómo se diseccionan ahora sus actuaciones en medio del apocalipsis con el propósito nada oculto de encasquetarles unas responsabilidades que a nadie le apetece asumir.
Mientras hacemos como si, tal vez deberíamos pensar en que en cierto modo nos estamos haciendo trampas, con el deseo de que no se nos vuelvan en contra, pero sin ninguna certeza de que con ellas vayamos a ser capaces de burlar a un virus que nos ha cogido gusto y nos ha tomado la medida. Nos toca tratar de respirar, porque lo necesitamos y quizá debamos atrevernos; pero sin dejar de vigilar por el rabillo del ojo. A esto aún le queda para que podamos tener la normalidad que todos añoramos.