Los había en la facultad de Geografía e Historia. Finales de los 80. A punto de derribarse el muro de Berlín y de que quedasen al descubierto las vergüenzas del comunismo. Pese a ello, la mayoría por pereza, algunos por convicción, seguían anclados en la lucha de clases aplicada a frotamiento duro a la asignatura que fuese, a pesar del ridículo. Mis profesores.
Algunos eran también nacionalistas, otros se convirtieron después y ahora, a punto de la jubilación, todos han abrazado la Ideología de Género como cosa transversal, como antes lo hicieron con el marxismo.
Fuese cual fuese su aspecto, sin conciencia de lo lejos que su desaliño setentero de pana y lamparón estaba de nuestros gustos, lanzaban la caña en cada hornada de alumnas con la esperanza de que en alguna colasen sus encantos progres.
Creían que ser de izquierdas les eximía de los pecados del machismo. Ni te sujetaban la puerta ni te invitaban al té que te tomabas mientras te daban la chapa, pero para ellos eras exactamente lo que tenían delante. Con excepción del cerebro. Que no se ve.
No recurríamos a la retórica ni a neolenguas inflamadas. Les llamábamos cerdos, o viejos verdes -aunque apenas superasen los treinta y pocos-. Nos reíamos de lo patético de sus avances, de lo grotescos que resultaban cuando con una copa delante creían que no había barreras entre nosotros, de sus citas cultas a destiempo. A algunos los despreciábamos, pero en el fondo sabíamos que parte de nuestro expediente académico dependía de ellos. Tenían poder. Algunos podían vengarse. Y los más miserables, lo hacían.
Cambié de ciudad, pasé por un doctorado en el que encontré a un maestro de los de verdad, volví de nuevo y allí seguían, más mayores -también yo- y ganándose el prestigio que dan los años en la única universidad de una ciudad pequeña y una corte de alumnos y alumnas dispuestos a heredar.
No había vuelto a pensar en ellos. Es cierto que Monedero siempre me pareció el típico -tan patético como peligroso- ejemplar de esa tribu olvidada, pero había alguien en su partido que había llevado el tópico a cotas muchísimo más altas: Pablo Iglesias.
El adalid del feminismo -con permiso de Carmen Calvo, mira bonita-, el compañero de cama e hipoteca de la ministra de Igualdad. El dirigente del partido de los micromachismos, del machete al machirulo, de la lucha sin cuartel contra el heteropatriarcado ha resultado ser el exponente más completo de lo más rancio del machismo universitario primero, y político después.
Todo el affaire de lo que llaman lo de Dina, y es lo de Pablo, no dejaría de ser un perpetuarse de eso de cuello mao, corbata estrecha y camiseta color ala de mosca de no ser porque el protagonista es el vicepresidente del Gobierno y porque lo que él mismo reconoce que hizo, es un delito (varios, de hecho). Y debe dimitir.
Oí sus excusas. Chica de veintipocos años a la que había que proteger de sí misma, de la intimidad que estaba escrita en esa tarjeta de memoria, por frágil y por mujer. Y tenía que hacerlo el hombre maduro, el protector, el de aroma a Varón Dandy, Brummel o cosa así.
Las de mi generación creímos que todo eso estaba superado. Las del serrallo podemita nos dijeron que estábamos equivocadas. Tenían razón: lo peor estaba por venir.