Salió temprano de casa, a eso de las siete. Al principio pensó que era una tontería, juegos de su imaginación, pero fue poniéndose cada vez más nervioso. Desde que le recogió el chófer, creía ver la misma cara en todo aquel con el que se cruzaba.
Trató de tranquilizarse. Quizás aún había poca luz. Los años de estudio, el trabajo ante la pantalla, la constante exposición a los focos, las horas de sueño acumulado... Claro, era normal: estaba perdiendo vista. De hecho, tenía pendiente una consulta con el oftalmólogo que había aplazado varias veces por compromisos más urgentes.
Pero se angustió aún más al entrar en el Congreso. Ya no eran solo los escoltas y los viandantes. Lo ujieres le trataron con la amabilidad de costumbre, pero todos tenían idéntico rostro. Se frotó los ojos saltándose las recomendaciones de Fernando Simón.
"¡Las mascarillas! ¡Tienen que ser las mascarillas!", gritó para sus adentros como para convencerse, pero ya claramente alterado.
Tenía tanta prisa por llegar a los despachos que prescindió del ascensor y subió los escalones a zancadas, de dos en dos. Quería refugiarse entre los suyos.
Sólo había llegado la secretaria. ¿Pero qué broma macabra era aquella? Estuvo a punto de escapársele un grito. No podía creerlo. Tenía exactamente las mismas facciones que el resto. No se atrevió ni a responder a su saludo de bienvenida.
¿Por qué a nadie parecía extrañarle todo aquello? ¿Acaso se estaba volviendo loco?
Al borde de un ataque de ansiedad corrió hacia el baño en busca del espejo. Le faltaba el aire. Notaba su respiración y el pulso palpitando en las sienes. Abrió la puerta de forma brusca. Encendió la luz. Y sí. Era igual a todo el mundo. ¡Qué diría ahora de él Vicente Vallés!