Así se titula la última novela del gran escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, un relato de corte crepuscular que escogió denominar de manera que los lectores no pudieran bajo ningún concepto llamarse a engaño. Lo que se les propone es un viaje a ese recodo vital donde ya nada puede enmendarse, donde todo el pescado está vendido y sólo queda sopesar, desde la serenidad, el desaliento o la angustia, según corresponda, el balance de lo hecho y vivido y de lo que se dejará ya por vivir y por hacer.
Al final, somos lo que quedará cuando ya no importe lo que hayamos sido. Es una verdad cruda y contundente que solemos olvidar todos, en mayor o menor medida, pero que se distinguen por ignorar aquellos que alcanzan, por razón de cuna, fortuna o astucia, alguna clase de poder. Mientras les abren las puertas, los traen y los llevan en palmas y en vehículos de alta gama y los tratan de excelencia o similar, llegan a creer que pueden jugar a hacer lo que les plazca sin que eso que hacen —eso a lo que de veras se entregan, mientras fingen o declaran que su afán y su vida van por otros caminos más altos y abnegados— se sepa y quede, al final del camino, como todo lo que son y fueron.
Deberían, deberíamos tener siempre presente que no se nos va a medir y pesar por nuestros simulacros, sino por lo que más allá de ellos cinceló nuestros días y nuestro espíritu. Quizá en otra época cabía abrigar la esperanza de mantenerse siempre a buen recaudo uno y secretas las miserias que lo envilecen; en esta que nos toca, puede darse por seguro que llegará el día en que nadie sienta que nos debe consideración, en que las aguas de nuestro pantano bajen y salgan a la luz nuestras ruinas.
Que le pregunten, si no, a más de uno. Al rey emérito, por ejemplo. Cabe suponer que mientras hacía sus trapicheos con los sarracenos millones, sin ningún reparo por su condición de majestad católica y descendiente de acérrimos combatientes del infiel, tampoco por la indigencia en que habían caído muchos de los que le sufragaban los palacios con sus impuestos, daba por imposible que algún día le tocara rendir cuentas. Es de imaginar que contaba con honores y jubileos, en vida y post mortem, que en nada se verían menoscabados por semejantes manejos. La rebaja de esa expectativa a la que ahora le toca asistir es tal que ni siquiera se vislumbra aún el límite inferior de su caída.
O al antaño molt honorable Pujol, que se creyó intocable por ser quien era y por compartir especialista en lavado de bajos y de paso irregularidades con torres tan altas que nadie iba a osar derribarlo, por lo que pudiera arrastrar en su derrumbe. Ha sido lenta la justicia, pero ahí se ve al fin: imputado junto a toda su familia y resto de gente de su confianza, despachados todos por el juez bajo el marchamo infame de organización criminal. La manta de la que iba a tirar, el árbol que iba a sacudir, ni tapan ni cobijan lo que desearía que nunca hubiera salido a la luz.
Se empeñarán ambos, sus deudos y sus biógrafos afines en preservar una efigie de grandeza, por las hazañas con las que aspiraron a distraer al público de todo lo que se ventilaba entre sus oscuros bastidores; ciertas y meritorias, pero no lo suficiente para que en este tiempo amargo e incierto que ya no es el suyo, cuando ya nada importa lo que fueron, queden a los ojos de la implacable posteridad como algo distinto de lo que hicieron en contra de lo que decían que era su misión y su compromiso.