En este agosto peculiar se me ocurre ser innovadora. Por una vez en la vida, voy a hacer nada, que es más bonito que no hacer nada porque la doble negación le quita gracia al asunto e incluso una pizca de intensidad.
Voy a dedicarme, con todas mis fuerzas a hacer nada. "Lo normal en vacaciones" pensarán algunos. Los que no son padres y no son autónomos, quizás. Porque los que somos una, o las dos cosas, sabemos de qué estamos hablando.
Consideramos La Nada un lujo cuando es una necesidad. Miramos alrededor pidiendo permiso para disfrutarla y, ante el silencio, volvemos a repetir la jugada un año más. Pero esta vez es diferente, porque una pandemia nos ha jodido la vida a base de bien y ahora tenemos que compensarlo entregándonos a La Nada.
La Nada es no limpiar; no cocinar si no te hace disfrutar, o hacerlo a todas horas si te apasiona; que tu agenda esté vacía del más mínimo deber y repleta hasta las trancas de todo lo que sea querer. Olvidar el despertador, los correos electrónicos e incluso el WhatsApp, porque los que te quieren, te entienden y esperarán a que estés descansado y pizpireto.
Es imprescindible que te sepas merecedor de La Nada. Para sentirte persona, para tomar perspectiva sobre tu vida, para afilar el hacha que usarás cuando La Nada acabe, para deshacer este ovillo cerebral que ya no sabemos ni dónde empieza ni dónde acaba. La Nada nos hace mejores, es un hecho empírico.
En La Nada podemos tomar decisiones sin la presencia de la niebla, del cansancio y de la inercia y también nos procura la fuerza para llevarlas a cabo. Hemos de agarrarnos a La Nada con uñas y dientes porque quizás algunos, extrañados ante nuestra inactividad, pretendan cuestionarla. Que se vayan a la mierda o a donde quieran, pero que no molesten. En el peor de los casos seremos nosotros los que cuestionemos nuestra Nada, porque llevamos en las carnes la culpa y los patrones vitales que inventaron gente que nunca conocimos. Ignorémonos, ignorémosles. Nosotros a lo nuestro: a La Nada.
La Nada no es desconexión, sino todo lo contrario. Conectar con lo que somos sin interrupciones, sin obligaciones, sin ruidos lo es todo, paradójicamente. Vaciarme entero para llenarme de mí. Dejar de entregar para empezar a compartir. Distinguir el egoísmo del autocuidado. Buscar el eje del que no moverme cuando la vida se ponga de nuevo en marcha de la manera que sea, que nunca sabemos cuál es, pero ahora menos. Lo del junco del Dúo Dinámico. Encontrar el norte para afinar la brújula, porque en algún momento nos perderemos y, para llegar a tierra hemos de saber cómo es, dónde está y de qué está hecha.
Reponer nuestro botiquín emocional, sabernos importantes para creernos capaces. Desechar la idea de llegar al límite para entonces reaccionar. Recoger nuestros trocitos, desperdigados entre unas obligaciones y otras, para practicar el famoso kintsugi y convertir las heridas en cicatrices. Colocar el bienestar en la base de todo, ocupando el lugar del estrés, del derrape y de las prisas que deberían ser la excepción, y no la norma. Rebozarnos tanto en La Nada que seamos capaces de recordar su olor y su sabor cuando la rueda se ponga en marcha; interiorizarla tan intensamente que nos deje sordos ante los rugidos del mundo, ante la autoexigencia, que es un coñazo tremendo.
Usemos La Nada como herramienta para sentirnos muy bien, porque eso es lo normal, aunque no lo común. Para percatarnos, por contraste, de cuando llega lo malo, que es lo que no nos gusta, y lo escupamos en lugar de tragar con el conformismo y la resignación. Para tomar las riendas y emplear la fuerza necesaria ante quien nos las pretenda arrancar. Para convertirnos en seres listos, guapos, sanos y felices.
Convertir La Nada en parte de nuestra vida; considerarla, no el parche, sino la solución. Adorar a La Nada como modo de vida, le pese a quien le pese.