Qué de felicitaciones el domingo en las redes, en los hogares.
Qué de colas en las floristerías, en los locales de comida para llevar.
Qué de algarabía en torno a la figura de las madres que nos parieron.
Todo muy comercial, muy bonito y muy festivalero. Oye, a favor: activemos la economía y celebremos, que falta nos hace todo. Pero si buceamos hasta el fondo de la cuestión, o sea, hasta las madres, nos las encontramos jodidas.
Agotadas, agobiadas por la multitarea, con la carga mental reventándoles los sesos y con la culpa aplastándolas a todas horas. No sé por qué hablo en tercera persona, la verdad. Corrijo: mis sesos, mi culpa, mi agotamiento, mi agobio.
Esto es así históricamente y lo damos por válido. Hemos confundido lo normal con lo común y no se percibe el problema, así que no se busca solución. A los hechos me remito.
No querías caldo, pues toma confinamiento. Ya se ha escrito mucho sobre lo que supuso para todos, solo voy a subrayar la parte que me toca, que nos toca: teletrabajando, haciendo de profe, intentando que nuestros adolescentes no se mataran y, para rematar la jugada, coronavíricas perdidas. Es imposible que estas letras reflejen ni la décima parte de la angustia.
En estas que llega Filomena y los colegios se cierran diez días. Otra vez.
Todos, incluso aquellos que a los cuatro días de la tormenta tenían los accesos despejados. Llueve sobre mojado, o mejor, nieva sobre inundadas. Y aquí sólo menciono fenómenos tan modernos e improbables como una pandemia mundial o una nevada siberiana en el centro de España, pero podríamos pasar un buen rato debatiendo sobre todos los días festivos en el colegio, lectivos en lo laboral.
Caos total.
Como nota curiosa, recordaré el día previo al confinamiento, cuando los escolares paseaban de las manos de sus abuelitos o chuperreteaban las barras de los autobuses. Todo de lo más lógico.
Para guinda, las elecciones del 4 de mayo. Que si el artículo 8.2 de la Ley 11/1986 Electoral de la Comunidad de Madrid establece que los comicios deben celebrarse el cuarto domingo de mayo del año que corresponda. A no ser que haya una disolución anticipada, en cuyo caso, las elecciones deberán celebrarse “el día quincuagésimo cuarto posterior a la convocatoria”. O sea, un martes cualquiera.
Busco artículos sobre el sarao que eso supone para las familias, pero sólo se hace hincapié en que los chavales han perdido muchos días de clase entre unos asuntos y otros y que a ver si alargan el curso tres o cuatro días.
Qué sarta de gilipolleces, por el amor de Dios, como si eso fuera a suponer una diferencia en su historial académico.
Eso sí, en ningún lado se mencionan estrategias de conciliación, o qué tienen previsto los que mandan ante los meses de teletrabajo que nos quedan, o qué pasa cuando los currantes y, sobre todo, las currantas, o no pueden ir a trabajar porque han de cuidar a sus hijos, o han de descuidar a sus hijos para poder comer.
O confiar en alguna amiga o vecina para que se los quede y a la próxima serás tú la que cargue con la reata de criaturas. Sólo había que salir a la calle el martes para constatar esta realidad: una mujer, cinco o seis niños. Otra mujer: otros seis o siete. De eso no habla en ningún lado.
Jodidas e invisibles. Un poco como lo del huevo y la gallina.
Tras el confinamiento escuché a una profesora justificar, ante varias madres que se lamentaban de la situación, que los colegios no eran guarderías, que no estaban para encargarse de los niños mientras los padres se dedicaban a otras cosas. Pues ya me dirán qué pintan entonces los comedores escolares y las extraescolares, señora profe.
La organización de las familias, de la economía, se basa en que alguien se ocupa de nuestros hijos mientras nosotros producimos. Lo que viene siendo levantar el país.
No estaría de más que el país nos levantara a nosotras de vez en cuando o, al menos, intentara no hundirnos.