Se acaban de reeditar, por parte de la editorial Pentalfa, las obras de Gustavo Bueno El mito de la izquierda y El mito de la derecha en un mismo volumen, que es el tercero de lo que se pretende sean sus Obras Completas.
La idea fundamental de Bueno allí (El mito de la izquierda se publicó por primera vez en 2003) es la de que la izquierda, así, unívocamente dicha, es un mito. Un mito de corte maniqueo utilizado tanto por sus partidarios (es la llamada irónicamente gauche divine) como por sus detractores (los descalificados como rojos) como mito oscurantista. Esto es, un mito que tiende a confundir movimientos o corrientes políticas (el anarquismo, la socialdemocracia, el comunismo) que, en principio, son diversas e incluso opuestas.
Ahora bien, si conjuramos este mito de la unidad (y Gustavo Bueno ha sido decisivo en esto), podríamos definir a la izquierda histórica, por lo menos la que va de 1789 (año en el que aparece la idea en sentido político) hasta 1989 (con el colapso del sistema soviético), como un movimiento político que, a través de distintas generaciones de izquierda realmente existentes (desde el jacobinismo al maoísmo), ha actuado como un factor disolvente de la sociedad del Antiguo Régimen para terminar produciendo un nuevo tipo de orden social: el Nuevo Régimen, en el que los derechos de los individuos son reconocidos al margen de su condición social (renta, religión, sexo, raza).
Así, frente a la derecha, que habría buscado la restauración del Antiguo Régimen (absolutismo real, sociedad estamental), las izquierdas, a través de su acción política, terminan por disolver las instituciones del Antiguo Régimen (aboliendo privilegios y exenciones) para formar otras (las instituciones revolucionarias) que se asientan sobre esa igualdad de derechos.
Creo que Robespierre, ya con la revolución en marcha, lo expresa muy bien: “La Constitución establece que la soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del pueblo. Cada individuo tiene, pues, el derecho de contribuir a la ley por la cual él está obligado, y a la administración de la cosa pública, que es suya. Si no, no es verdad que los hombres son iguales en derechos, que todo hombre es ciudadano” (discurso del 22 de octubre de 1789 en la Asamblea Constituyente).
A partir de ahí, y esto es un logro de las primeras generaciones de la izquierda (la izquierda jacobina fue particularmente beligerante), se contempla a todo individuo, no importa su condición social, como participando de pleno derecho en la vida política nacional.
Creo que un metro perfecto para medir la desviación que la izquierda actual española, así autoproclamada, representa respecto a la izquierda histórica (de la que acabamos de hablar) es la postura ante el llamado derecho a decidir. Pablo Iglesias y el podemismo, que él ha liderado hasta ahora, queda aquí retratado tras intentar posicionarse en un lugar imposible entre el Estado y la sedición separatista del derecho a decidir.
Precisamente la defensa de este derecho en España bebe de fuentes, las del nacionalismo fragmentario (catalanismo, galleguismo, nacionalismo vasco), alejadas de las fuentes que inspiran a las primeras generaciones de la izquierda. Unas fuentes, las del nacionalismo regionalista, que justifican el carácter diferencial de unos ciudadanos frente a otros (rompiendo esa isonomía nacional) en función de criterios sociales completamente oblicuos a la política, como pueden ser la raza, el folclore o las lenguas regionales.
La complicidad de determinada izquierda con los defensores del derecho a decidir representa una traición a esa isonomía, a esa igualdad de derechos, que introduce la idea Nación contemporánea en el cuerpo político, filtrando de nuevo en él privilegios que terminan por fracturar y dividir ese todo nacional.
Y es que la izquierda va completamente a la deriva si pierde de vista ese sentido nacional surgido de la Gran Revolución y se aviene, como ha hecho, a la defensa de los intereses alicortos de las oligarquías locales nacionalfragmentarias. Unas oligarquías que se han nutrido de una de las ideologías más reaccionarias, irracionales y nefastas que ha dado de sí el siglo XIX (el supremacismo racial ario de Prat de la Riba, Manuel Murguía y Sabino Arana) y en función de la cual se quiere actualmente, disfrazado bajo la vaga noción (igualmente supremacista) de identidad cultural, fracturar ese logro de la izquierda histórica que es la Nación isonómica española.
Es una vuelta, en efecto, al "¡vivan las caenas!”. Pero las cadenas, ahora, son las de la identidad cultural y del hecho diferencial, puestas al servicio de los poderes regionales (no en vano, la fórmula completa que anunció el regreso de Fernando VII era “¡Vivan las caenas, abajo la Nación!”).
Pues bien, a esta izquierda, por perder de vista el Estado y la unidad nacional, Gustavo Bueno la ha llamado "izquierda indefinida”. Izquierda indefinida que ha permitido el filtrado de esta ideología irracionalista en el ordenamiento jurídico e institucional del Estado y que está actuando en él como una verdadera carcoma. “Izquierda reaccionaria” la llamó Félix Ovejero y también nos parece una denominación adecuada.
Porque esto es lo que ha sido políticamente Pablo Iglesias y así figura en su epitafio: cómplice con el separatismo reaccionario. Ni más ni menos. Descansemos en paz.