Odio agosto, un mes de mentira. Se disfraza de ser el que llevamos todo el año esperando, de descanso prometido, y según llega ya sientes que el otoño llama a la puerta.
Suelo coger las vacaciones en la segunda quincena. Es una costumbre vieja, como mi hija mayor, que hoy me amenazaba con irse de casa en cuanto acabe bachillerato, cuando apure el curso que empieza a la vuelta del verano. Le he aceptado el reto, ojalá pueda hacerlo. Lloraré por las esquinas extrañándola, pero hinchará mi ego con orgullo viejuno.
Me pondrá triste, pero durará un rato, y sobreviviré sabiendo que eso fue lo que me advirtió desde el paritorio, cuando no lloraba ni a pellizcos y ya miraba el mundo con sus ojos de almendra, analizándolo todo.
No como lo de agosto, que se presenta cada año engañando: ¿me querías? pues aquí estoy, recortando los días a toda velocidad, anocheciendo cada día un poquito antes, como no pilles ya la autopista, te largarás cuando ya no tenga valor irse o quedarse.
Agosto es el opuesto a febrero. En febrero florecen los almendros, y el sol se abre paso arrancando minutos a la luna en cada amanecer. Febrero renueva y promete, agosto cumple y te agosta. Porque es como un domingo largo, de 31 días, que anuncia el fin del verano, del relax ansiado, anticipando que a vuelta de almanaque espera lo mismo de siempre: más jornadas eternas de ministros y diputados, de titulares y rutina.
Me dijo mi psicóloga que probara cosas, que me tomara las cosas que doy por sentadas como desafíos, un ejercicio de probarlas de otro modo. Y aunque ya me dio de alta, hoy le diría que he comprado boletos, aún no tocan pero ahí estamos.
Aún no he pillado las vacaciones y ya estoy anticipando su final. Puto agosto que acelera los ocasos, atrasa las auroras. Y todo en un año en el que nos ha atropellado un estío falso, con mascarilla y miedo. Y todo mientras uno no tiene a quién echarle las quejas encima, porque los amigos están ocupados mandando fotos de sus playas y rascacielos.
Me hice periodista para tener un trabajo distinto cada día, contar cosas nuevas, divertirme persiguiendo historias de usar y tirar. Pero ahora veo que desde que leo periódicos, allá por los últimos 80, ya se me agota el talento para dar versiones diversas de lo mismo: todos prometen y ninguno cumple. Caray, ni Ortega inventó nada, ni Galdós tampoco, ni Larra se acercó. Sólo juntaron las letras mejor que los demás y lograron perdurar.
Al final, todo es vuelva usted mañana, que ya será septiembre.
Buf, y ni ese genio tengo yo... échenme una primitiva y denme un cajón de libros y cervezas, que no aspiro a que me lean en 100 años, sino a comprarme un barco, como hizo Clapton. Me iré a verlo a su refugio de Antigua, que el viejo Manolenta ya no hace giras, y le pediré que me canturree sus penas. Y de cuando supo dejar atrás la depresión drogata y las hojas de otoño tras el cristal de su eterno domingo inglés para fundar otra vida en el Caribe, donde la rutina es otra.
Si hay suerte, no es mi hija la que se independiza el curso que viene.