Puede ocurrir muy bien que la Ley de Memoria Democrática que ha presentado esta semana el Gobierno y que se basa en hechos ciertos y verificables ocurridos hace décadas sirva para alimentar una enorme patraña.
Ya alertó Unamuno de que en ocasiones encontraba más verdad en libros de historia plagados de errores y fechas equivocadas que en otros en los que cada referencia y cada acontecimiento habían sido escrupulosamente comprobados. Estos últimos, en apariencia pulquérrimos, "no mienten por lo que dicen, sino por lo que dejan de decir", y de esta forma "no nos ofrecen más que una monstruosa mentira", advertía el pensador vasco.
La norma nace torcida ya en el nombre. Primero se llamó "Memoria Histórica", una redundancia dado que no hay memoria que no se refiera a un pretérito. Además, no remite a cualquier pasado: dado que no se habla de Memoria en relación a fechorías de la época romana o de la Reconquista, ni tampoco se contemplan los crímenes más recientes y mejor documentados de ETA, estamos ante una Memoria raquítica, acotada a hechos acontecidos exclusivamente durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco. Que no digo que no tenga su razón de ser, pero llamarla "Histórica" es, encima de reiterativo, un exceso.
Ahora se opta, confusamente, por la expresión "Memoria Democrática". ¿Es que acaso se va a decidir por votación popular? Por otra parte, su contrario sería "Memoria Antidemocrática". Entonces, ¿será sancionado y catalogado de fascista quien no esté de acuerdo o se oponga a aquélla? No sólo estoy pensando en gente de a pie o en representantes de los ciudadanos elegidos en las urnas, sino en historiadores -los hay, y de reconocido prestigio- que no comparten los criterios con los que se teje esta norma.
La pirotecnia y el lenguaje de parte con los que se presenta el proyecto de ley de Memoria obligan a dudar de sus intenciones. Al darlo a conocer el martes, la vicepresidenta Carmen Calvo reivindicó la Constitución de 1931, como si los derechos elementales que prescribía se hubieran respetado: en 1936 hacía tiempo que era papel mojado. Con razón Javier Tusell afirmó que la Segunda República fue "una democracia poco democrática".
Contrariamente a lo que alguna vez pensó Sánchez, Franco y la Guerra Civil no dan votos. En las elecciones de noviembre, celebradas dos semanas después del espectáculo terrestre y aéreo montado a propósito de la salida de los restos del dictador del Valle de los Caídos, los socialistas cayeron un diez por ciento respecto a las de abril, y Podemos un diecisiete por ciento.
Sin embargo, Franco y la Guerra Civil sí pueden ayudar a redistribuir los votos en la derecha, y hacerlo en beneficio de Sánchez. Vox ya se frota las manos.