Los madrileños nacemos donde nos da la maldita gana, como dijo Chavela Vargas en defensa su espíritu mexicano habiendo asomado su cabeza terca y prodigiosa en Costa Rica, porque eso qué más daba: uno es de donde deja el sombrero, uno es de donde ama.
Lo escribe una malagueña recalcitrante a la que a ratos le crece una peineta en el cráneo y en las noches gélidas en la meseta central arrastra la manta por la casa como si fuera una bata de cola, pero no deja de ser cierto: yo amo Madrid con mala leche, con coraje vivo, de la misma forma visceral y caliente que amo España y Latinoamérica, primero de todo, por la lengua hermosa y recia que habito, que es algo más que un pulmón, algo más que un brazo diestro para resolverme en el mundo, hermana igual de Cortázar que de José Luis Cuerda. Será esto grande.
Pero no hay una sola forma de ser de Madrid, aunque le pese a la señora Ayuso: Madrid es esquizofrénico y cambiante, disidente y servil, bellísimo y tosco, vanidoso y doliente, a ratos pueblito grande, a ratos capital epiléptica. Madrid nos expulsa algunos meses como si fuéramos un órgano mal trasplantado, pero de la misma forma cambia el gesto, nos deja hundirnos en un banco cerca de Las Vistillas y nos acaba convenciendo para no saltar. Siempre nos recuerda que no somos estáticos, que no somos el mismo que ayer, que hay otra vida posible que reinaugurar. Madrid nos brinda una partida más. En Madrid sabemos que hay juego, manque perdamos.
Dentro de esta amalgama mágica sin género, sin clase, y a veces -tristemente- sin memoria, nos movemos los niños de provincias -confundidos y extasiados- entre habitaciones de hotel y pisos caros con el lavabo roto, sacamos las sillas al sol en la plaza de Lavapiés, despedimos el raquítico fósil del viejo Calderón y pensamos durante un segundo en dejarlo todo, en volver a casa, sin haber entendido que nuestra casa es ésta.
No el Madrid que es ciudad desposeída convertida en parque de atracciones, no el Madrid de los rascacielos y la patraña manida del éxito: queremos Madrid aun habiendo asumido que no vamos a triunfar en nada, que no seremos trascendentes ni influyentes, que no seremos -siquiera- ricos. Queremos el Madrid de después de las promesas, el Madrid que ya eyaculó. No hemos venido aquí a labrar ningún futuro, ya no, esa mentira ya fue. Hemos venido a reventar el presente, a enmarcar un cuadro en la tienda del barrio, a cocinar para nuestros amigos, a mirarnos las caras y a experimentar dentro el tiempo latiendo como un tambor sordo. Hemos venido a envejecer y a morir.
Hemos venido a conocer el vecino, a leérnoslo todo, a cruzarnos con la gente distinta que acabó convirtiéndonos en quienes somos. Hemos venido a ensanchar la cabeza, a beber de esto y de aquello, a esquivar las verdades en bloque y los espesos dogmas. Yo no quiero esa versión utilitarista de Madrid que nos cuenta Ayuso, ese mover cielo con tierra para llegar a tiempo a un teatro en Gran Vía, esta cosa hooligan que ella tiene de proponernos la ciudad como una barra libre de placeres, este Madrid hipócrita e iluminado de sábado noche que nunca amanece.
Yo quiero a Madrid también los domingos. Especialmente los domingos, cuando nos sonríe raro y desdentado, menos guapo y menos joven, cuando más nos identifica y más duele, cuando apenas se consume y uno se lava la cara frente al espejo una y otra vez sin quitarse la amargura.
El problema de los que odian Madrid -o lo ensalzan como si fuera la Meca- es que no han entendido que este lugar no es el trayecto de la oficina a la discoteca, que no es sólo el recorrido entre la obligación y la devoción: es también una casa agrietada pero resistente llena de cotidianidades. Esta ciudad nos devolvió únicamente lo que le dimos de nosotros. Esta ciudad, de hecho, no es otra cosa que nosotros, todos los que estamos, todos los que no huimos en los tiempos feos y terriblemente víricos hacia el abrazo local y seguro de papá.
Pero Isabel se levanta chulapa y mira el tendío: se pone supremacista y expresa que “tratar a Madrid como al resto de comunidades es muy injusto”. No somos otra cosa, Isabel, que el resto de comunidades. No queremos medallas ni privilegios. Queremos vivir dignamente -salubremente- sin ser gestionados por un mono con dos pistolas. Y a pesar de tu pésimo trabajo, de tus banderas tercas -que no te sirven para pactar con el Gobierno- y de tus bravuconadas; a pesar de cómo nos empujas cada día al vacío, nos vamos a quedar aquí. Tú dejarás de ser presidenta de la Comunidad. Nosotros siempre seremos madrileños.