Los 65 son los nuevos 40. Al menos, eso dicen ahora. No paro de escucharlo. Es posible. Pero lo que es seguro es que a esa edad te puedes morir, como Eddie Van Halen, o te puedes ir de gira, como pretende Angus Young. Al primero lo detuvo para siempre un cáncer de garganta; al segundo, solo le puede retener esta nueva configuración planetaria dominada por la pandemia y la tristeza, las normas sanitarias y su incumplimiento y, por supuesto, este exigente y amargo alejamiento social.
Llegar a la mitad del recorrido de la sexta década e ir hacia un lado u otro, ¿será cuestión de suerte? ¿O será una sentencia de los dioses? ¿Lo decidirá el CEO que rige nuestra existencia desde algún extraño lugar o simplemente no lo hará nadie? Esa gran incertidumbre ha inquietado a los humanos desde que empezamos a pisar la corteza terrestre. Desde las cavernas, desde siempre; y, probablemente, la duda existencial persistirá hasta que una estrella en caída libre nos aplaste, o lo haga una descarga de rayos gamma que consiga eludir ser absorbida por la atmósfera. La -asombrosa, por otro lado-, falta de una explicación a todo esto, a lo bueno y a lo malo, a lo útil y a lo inútil, se prolongará hasta el fin de los días.
¿Estará escrito en algún lugar cuál va a ser nuestro destino, o vamos construyendo uno cada día, con nuestros actos? Ragnar Lothbrook, el rey y antes granjero nórdico, no creía demasiado en Odin, al menos según la serie Vikingos, y mucho menos en los adivinadores. Pero aun así iba, con una sonrisa enigmática, a consultarles para comprobar qué tenían que decirle.
“Hay un tren cada día/que sale en direcciones opuestas/hay un mundo ahí fuera/y tienes un camino que seguir/pronto creeré que está muy bien/este es mi primer adiós”, compuso el músico californiano Jackson Browne quien, a lo largo de sus mejores canciones, como My Opening Farewell, brinda respuestas -o algo que se le parece lo suficiente- a todas las grandes cuestiones que se plantea la humanidad. También a esta sobre la volatilidad potencial del destino.
No, no sabemos cómo nos desconcertará el futuro, cuando llegue. Van Halen lideró, junto a su hermano Alex, uno de los grupos más exitosos de la historia, y lo hizo durante 25 años. Angus, también con su hermano Malcolm, creó AC/DC en 1973. Los dos están reconocidos, a través de la revista Rolling Stone, máxima autoridad en estos asuntos, como dos de los mejores guitarristas que hayan pisado los escenarios. Dos absolutas leyendas del rock. Uno ya sabe si existe el otro mundo, ese al que cantaba Albert Hammond. El otro publica el mes próximo Power up, su disco de estudio número 17, tras reunir a la formación más clásica de la banda. ¿Habrán decidido los dioses adónde iba cada uno de ellos, 65 años después de su primer biberón, o lo habrá hecho la más pura e inexplicable casualidad?
Nunca lo sabremos, así que tendremos que conformarnos con seguir viviendo así, a ciegas hasta los 65 años o, en su defecto, hasta donde se pueda. Conscientes de que no podremos saber, ni siquiera con adivinadores tan rigurosos como los de Vikingos, si mañana nos tocará la lotería o un cáncer en un estadío incorregible. Sin saber si la pandemia acabará pronto, o si será ella quien acabe con nosotros. Sin saber por qué cogimos el tren que menciona Browne a pesar de desconocer adónde nos conduciría. Sin saber por qué y para qué, en realidad, hemos vivido todo este tiempo.