Guillermo del Valle y Javier Maurín han puesto en marcha, el 14 de julio de 2020, un canal de Youtube, llamado El Jacobino (y que recomiendo vivamente su seguimiento, a quien leyere), desde el que, a través de editoriales, entrevistas, charlas, etc. se debaten “cuestiones palpitantes” pero, siempre, con la mira puesta -ésta creo es su línea editorial-, en la necesidad de desbordar el punto de vista regional (autonomista), y recuperar un sentido general, nacional, para afrontar la “cuestión social” en España. Y esto, sí, hoy en España, se puede considerar un revival del jacobinismo, que, desde estas líneas, quiero yo reivindicar, pues no se trata de otra cosa que reivindicar la unidad frente a la división.
Y es que, sencillamente, cuando lo que afecta al común se mira y se administra pensando en los intereses tan sólo de una parte (sea regional, municipal, familiar o personal), entonces nos encontramos ante una forma degenerada de administración y gobierno del estado en que lo propio (idion, en griego), se pone por encima de lo común (koiné). Idiotas frente a ciudadanos, según dijo el gran Félix Ovejero (dedicándole a ello, a propósito de esta distinción, un magnífico libro).
Por “cuestión social” se entiende aquella que tiene que ver, ya desde Platón, con la necesidad de amortiguar, como uno de los principales objetivos del estado (como poder redistributivo), las diferencias de clase, y, sobre todo, de erradicar la miseria, que mina totalmente las bases de la vida social.
Dentro de la “causa social” -o “socialista”, si se quiere-, que sería el movimiento, ya de naturaleza política, que busca resolver dicha “cuestión social”, estarán incluidas la causa feminista y la causa obrera, que se irán desplegando, a través de distintos movimientos reivindicativos, entre los siglos XIX y XX, y que hoy permanecen completamente desdibujadas, licuadas (en esa concepción “liquida” de la realidad), por la ideología posmoderna.
A fuerza de convertir todo en pura taumaturgia verbal, tanto la condición femenina como la condición obrera permanecen desdibujadas, indefinidas, y sus reivindicaciones orilladas, sorteadas, cuando no directamente traicionadas, por el producto político más genuino del posmodernismo, por lo menos en España, que es el podemismo.
A través de esas piruetas verbales, características de la cháchara posmoderna, ya no hay mujer, sino “género”; y no hay obrero, sino “gente”. La “realidad” -toda realidad (social, cultural, etc).- brota, surge, es un mero constructo, de lo que los allí reunidos deciden, en función de su libre voluntad, qué es la realidad, de tal manera que, por ejemplo, la realidad sexual antropológica, marcada, como ocurre en el caso de otros organismos, por el dimorfismo sexual (hembra/varón), se obvia, se pasa por encima de ella, para “resignificarla” afirmando que existen tantos “géneros” sexuales, como formas haya de “sentir” dicha sexualidad.
Una realidad tan patente, tan evidente como el vientre materno, característico de la mujer (y sólo de ella) y en el que se desarrolla la gestación, se pone en solfa arguyendo que un varón puede ser mujer si se siente tal. Estamos ante el podemismo como fase superior del voluntarismo (de raigambre teológica, por cierto, como ha probado en varias ocasiones nuestro amigo Íñigo Ongay, en más de una charla o conferencia). Cualquier oposición a esta libre determinación de la voluntad, aunque la oposición provenga de la realidad misma, es facha.
La cuestión es que, tanto la causa feminista, como la obrera (“comunista”, si se quiere), para ser defendidas en un programa político, tienen que contar necesariamente con el ámbito (territorial) en el que opera ese estado, desde cuya administración y gobierno se quiere sacar adelante ese programa que se compromete con ambas causas.
Es el propio estado, cuya esencia es la soberanía (es decir, el poder político: poder de hacer leyes, de hacer cumplirlas, de sancionar al que no las cumple, de recaudar impuestos, de firmar acuerdos o declarar hostilidades con otros estados, etc.) el que define su ámbito jurisdiccional (y lo define, básicamente con su defensa -las armas por encima de las letras, que decía Cervantes-), siendo en ese ámbito, delimitado por unas fronteras, en el que se ventila “lo común”. Y nuestra comunidad política, como ciudadanos españoles, se llama España, de tal modo que cualquier cosa que afecte a una parte, siempre va a afectar al todo (por la propia definición de la soberanía del estado).
Así, si, sea como fuera, se pierde de vista lo común, el ámbito de lo común (que implica, naturalmente un territorio), y se gobierna la comunidad política en su integridad en función de los intereses de una parte, entonces estamos ante lo que Aristóteles llamó forma corrupta (o degenerada, despotikés), de gobierno, frente a la forma recta, civil (o politikés).
“Las distinciones de clase sólo pueden estar fundadas en la utilidad común”, dice Olympe de Gouges, de tal modo que, si el gobernante pierde de vista esa “utilidad común”, pero se mantienen las distinciones de clase, entonces, nos encontramos ante el privilegio, y, por tanto, la corrupción de la vida política.
Pues bien, levantar la bandera jacobina, hoy, en España, significa levantar la bandera de “lo común” (con la causa feminista y comunista incluidas), ya que, sea por la vía neoliberal (anarcopapitalista), con la primacía de los intereses individuales por encima de lo común, o sea por la vía autonomista, en el límite separatista, que sólo atiende a los intereses regionales, el interés común (el bien común) permanece completamente ignorado.
Ante el autismo programático en los distintos partidos de una defensa de lo común, reivindicamos el jacobinismo (y aplaudo desde aquí, modestamente, esa prudente iniciativa de Guillermo del Valle y Javier Maurín). “Todos los ciudadanos, sean quienes sean, tienen derecho a aspirar a todos los grados de representación. […] todo privilegio, toda distinción, toda excepción deben desaparecer” (Maximilien Robespierre, Contra el régimen censitario, 22 de octubre de 1789).