En este otoño amable nos quedan todavía las aceras. Madrid se deja pasear sin chaqueta bajo el sol oblicuo de octubre que ilumina pero no quema. Alguien corre tras un autobús que frena y abre sus puertas.
En la marquesina hay un cartel que anuncia una obra de teatro: "Bien está que fuera tu tierra, Galdós" El título de Cernuda me persigue por la ciudad y aparece a cada rato, ahora en una valla publicitaria, ahora sobre una pared de ladrillos -junto a él, otro verso sin rima: "Prohibido fijar carteles".
Bien está que fuera tu tierra. Fue unos de los nombres que Juan Claudio de Ramón y yo barajamos y finalmente descartamos para un libro, improbable entonces, imposible ahora, pero que vio la luz hace justo dos años: La España de Abel. Fue el resultado de una amenaza y un miedo.
Conocerá el lector la experiencia, la del casi atropellado, la del salvado in extremis, la de quien esquivó el destino al filo de la guadaña. Conocerá también el residuo del peligro: el susto, la sacudida de adrenalina y un temblor en las manos. Eso había sido el otoño del año anterior, el del 17: la tragedia llamando a la puerta en Cataluña.
El país estaba a punto de irse a la mierda. Todavía teníamos la boca seca cuando nos pusimos a buscar firmantes. ¿Para qué? No se trataba de adherirse a ningún manifiesto, ni sentar ninguna doctrina, tan solo de celebrar la vida juntos. Tantearnos la ropa propia, abrazar al otro por los hombros o palmear socarronamente su cara para constatar, sonriendo, que seguíamos de una pieza y que, qué rayos, qué gusto daba y qué mal lo habíamos pasado. Catalanes y andaluces y castellanos y gallegos y vascos, y... De Podemos y del PP y del PSOE y de Ciudadanos. Nacidos en democracia, con bula para alguna joven carroza.
"Bien está que fuera tu tierra". Era la segunda parte del Díptico español de Cernuda. La primera parte, la parte fúnebre, se llamaba "Es lástima que fuera mi tierra". Estos días, cuando se me aparece el cartel de la obra de teatro, en una marquesina, en una valla publicitaria o sobre una pared de ladrillos, no puedo evitar rumiarlo, bajo la mascarilla: "Es lástima que fuera mi tierra". Hace mucho tiempo que no hay sonrisas, ni abrazos, ni palmadas socarronas en la cara. Se las llevó, mucho antes que la pandemia homicida, la polarización cainita.
Pero todavía el sol se cuela, oblicuo, entre los plátanos de octubre, y siguen siendo tibias algunas tardes. Daniel, Aloma, Borja, Katz, Álvaro, Ariane, Ramón, Ángela, Ricardo, Nuria, Daniel, Verónica, Andrea, Roger, Silvia, Jorge, Laura, Josu, Talía, Ignacio, Inés, Jorge, Andrea, Pedro, Fany, Jorge, Karina, Ignacio, Aintzane, Jorge, Ione, Miguel, Pilar, Manuel, Carlos, Irene, Rocío y Nicolás. Quizá alguno niegue hoy que me conoce. Pero estuvimos juntos en la hora más oscura. Me basta. A todos, gracias.