Hoy es miércoles, pero yo escribo esta columna en domingo, que es el único día sin cifras. No quería decirlo, pero los domingos pasan sin pena ni gloria, pues las cifras de muertos están escondidas en una esquina muda del calendario.
Hablando de muertos: ahí vienen. Despacito y como de puntillas, rodeados de floripondios que no huelen. Muertos, santos, difuntos, no se qué palabra elegir. Todas me suenan a tétricas. Jamás he ido a un cementerio a depositar flores, pero siempre hay alguien que lo hace por mí y luego manda una foto para que valore el resultado.
En estas fechas, la producción de flores para los muertos es masiva, como las rosas de Sant Jordi, los lirios de mayo o las flores a María que madre nuestra es. A los cementerios se va con las flores y los muertos contados. Yo no sé contar muertos (en realidad no sé contar ni muertos ni vivos), pero diariamente las noticias ofrecen las cifras de los afectados por covid desde que se produce el contagio, sube la fiebre, los enfermos son trasladados a la UCI en burbujas, y así hasta que pasa lo que pasa. Parece un proceso normal dentro de lo que cabe, pero yo salgo a la calle y veo a hombres y mujeres agazapados detrás de las mascarillas (o lo que es lo mismo, muertos de miedo) y me echo a temblar.
Pienso en el horror de la primera oleada, que según dicen, no fue nada comparada con la segunda. No me quiero acordar de algunas escenas que vi. Mejor dicho, no me quiero acordar pero me acuerdo.
Tengo perfectamente grabados los lugares donde se apilaban los ataúdes por decenas. El campus de la Justicia, bajo esa cúpula que recuerda la fisonomía de una central nuclear, la macro morgue hizo temblar el silencio. En Majadahonda, el lugar en el que dormían los muertos era la nevera, una pista de patinaje donde los niños hacen piruetas creyendo que están en el Rockefeller Center. Mi nieta no salía de allí, pero desde que los muertos duermen en racimo prefiere el Tick Tock, que es más simpático.
Hoy, en este miércoles que cae en domingo (o al revés) la mañana está quieta y los políticos, para variar, siguen sin ponerse de acuerdo. En la radio, no falla, aparecen dos políticos que se pelean, uno porque quiere que el toque de queda (perdón: la restricción a la movilidad nocturna) dure seis meses y el otro porque cree que con dos es suficiente. Una vez más, la vergüenza nos saca los colores. Pasarán las horas, los días, y la vida seguirá igual. Qué guarra es la muerte.