Sabemos que las redes sociales están tejidas por un material particularmente inflamable. Pudo comprobarlo Manuela Carmena hace apenas unos días, cuando la llamarada se le vino encima tras atreverse a decir que tiene amigos de Vox y “que son una gente magnífica”.
La reacción confirma una triste intuición: una parte de la población considera que votar a Vox es incompatible con ser buena persona. Otros tantos pensarán lo mismo de quienes votan a Podemos, a ERC, al PNV e incluso a Bildu. Y todos están equivocados. El comportamiento electoral depende de múltiples variables, y la que menos pesa es la deliberación racional. Eso explica que, con tanta frecuencia, haya buenas personas que optan por malos proyectos, y malas personas que votan lo mismo que nosotros.
Es importante rebajar el odio y entender que hay quien tiene buenas razones para apoyar malas ideas: a la hora de votar, el entorno determina más que las convicciones, la identidad más que las políticas. ¿Creen que es casualidad que Pablo Iglesias reproduzca la ideología de su padre, y este la de su abuelo? Les aseguro que lo rebelde en ese hogar no era ser comunista. Por eso es importante ser humilde respecto a las decisiones propias, y comprensivo frente a los errores ajenos.
Nuestra vocación adaptativa nos determina también a la hora de elegir ideología. Esto no significa que todas las opciones políticas sean moralmente equivalentes, ni que el voto no deba ir acompañado de las asunción de responsabilidad personal, pero sí debemos evitar los juicios maniqueos. Así empieza la deshumanización, y ya sabemos cómo acaba. Las redes sociales facilitan esta deshumanización y propician el resentimiento colectivo, pero la realidad es más noble y más compleja.
Dave Grossman -psicólogo y exmilitar americano- reveló que sólo el 15% de los soldados es capaz de disparar al enemigo; la mayoría no desea quitarle la vida a otro ser humano. Por eso su entrenamiento consiste en insensibilizarlos a la humanidad del adversario; el festival de odio virtual al que asistimos a diario no se corresponde con los sentimientos que emanan cuando tenemos delante a nuestro antagonista. Esto lo saben nuestras élites, que comparten risas y gin-tonics en el bar del Congreso mientras sus respectivos votantes se amenazan de muerte en las redes.
Las personas somos polarizables, pero las élites son los agentes polarizadores; son, en definitiva, quienes tienen en sus manos apaciguar ánimos colectivos y achicar el caudal de odio. No hacerlo es políticamente más rentable, pero socialmente devastador.
Mientras escribo estas líneas millones de estadounidenses se dirigen a las urnas en un clima de polarización inédito en los últimos cincuenta años. En esas elecciones todos nos jugamos mucho. Una nueva victoria de Trump sería catastrófica para la democracia americana y un espaldarazo a los líderes del populismo global. Pero no podemos salvar la democracia sin entender que a Trump, como a Vox, a Podemos o a Bildu, lo votan también buenas personas.