Me sorprende que proliferen las películas y series sobre el terrorismo vasco en un momento de tanta insensibilización hacia sus crímenes. Francamente, no sé si es algo ilógico, pero me hace ser suspicaz. Por eso empecé a ver con pocas expectativas El desafío: ETA, la serie documental producida por Amazon Video. Uno cree saberlo casi todo sobre ETA y desconfía de su capacidad de sorprenderse cuando recibe un puñetazo en el estómago.
José Luis Pérez Mogena era conductor del Parque Móvil de Ministerios. Fue asesinado el 20 de diciembre de 1973 mientras conducía el coche del almirante Carrero Blanco. Tenía treinta y tres años. Su hijo, que tenía sólo siete, relata con emoción cómo el día que empezaban las vacaciones de Navidad su tío se lo llevó a parte para decirle “tu padre ha muerto”. Lamenta también que su padre y el escolta Juan Antonio Bueno sean los olvidados de aquel atentado: el Régimen los dejó de lado y los demás aún celebran la “ejecución” de Carrero.
Quizá sea inevitable que unas víctimas sean más recordadas que otras: Gregorio Ordóñez o Joseba Pagaza eran objetivos de ETA y la repercusión de su muerte fue inmensa. Pero a la sombra del símbolo quedan aquellas víctimas que no eran objetivos. Es importante recordarlo: ETA asesinó, desde sus inicios, de forma indiscriminada. Y aunque no es nada nuevo, siento que el desgarrador testimonio del hijo del chófer ha despertado algo. Un matiz se me había escapado: lo que oculta la nauseabunda retórica del conflicto no es la verdad de los hechos, sino la perversa crueldad de los actos. La simple y llana maldad.
Nos estremecemos cuando el cuchillo yihadista siembra el terror en una plaza europea. ¿Pero acaso es más cruel apuñalar a un peatón que provocarle amputaciones a un niño? Los terroristas vascos, como los yihadistas, desean formar parte del poema épico de sus pueblos y aún justifican la barbarie cometida en su nombre.
Los verdugos reciben homenajes con el apoyo logístico de los ayuntamientos. No son actos clandestinos, sino vanas ofrendas públicas que muchos vecinos aplauden con las manos manchadas de sangre. “Ya no matan”, nos dicen quienes nunca hicieron nada mientras mataban. Ya no matan, pero celebran haber matado. Seamos claros: celebran haber añadido escamas de jabón y pegamento a los 30 kilos de amonal y 100 litros de gasolina que hicieron explotar en Hipercor, provocando muertos, viudas y huérfanos, desbrozando vidas y sueños.
Como sociedad tenemos una deuda pendiente con quienes han sufrido el terror. Nuestro compromiso pasa por no aceptar como interlocutores democráticos a quienes legitiman el asesinato, a quienes aplauden la sangre y el llanto. Nuestro compromiso pasa por no perdonar a quienes no han pedido perdón.
Debemos exigir ese perdón. Exigir que se pronuncien todos los nombres. Aunque temo que antes pronunciará el mar el nombre de todos sus ahogados.